Para beberse sin final

En esta oportunidad, Julián Axat escribe sobre la reciente publicación del libro de cuentos de Josefina Minatta, escritora y conocida fiscal federal del litoral argentino.

“Toda la literatura se bebe sin final”

Charles Bukowski


La editorial Punto y aparte, acaba de editar el primer libro de Josefina Minatta, narradora que ya hace unos años viene incursionando en el cuento, haciéndolo con pasión y casi en secreto; pues su pública función de fiscal federal de Concepción Uruguay y la zona del litoral, no le impiden mostrar su trabajo constante con la palabra, que ahora se publica como conjunto de relatos.   

Podríamos sostener que los cuentos de Minatta se beben como copita de “Cubana, sello verde” (título del libro), con el mismo chévere, paladeando de a sorbitos. Suspendiendo ese tiempo perdido que se agota en el gaznate. Una invitación de la casa. De a poquito, y hasta el final…

Del mismo modo lo confirmará alguno de estos inolvidables personajes, que retardan el trago y se quedan siempre hasta que se baja la persiana. Porque acaso, la literatura nace de ese lento paladeo; y eso lo sabe Josefina cuando nos invita otra vuelta; y así, vemos pasar ese mosaico de historias jugándose la vida.

Un abogado de bancos bohemio y de gastada alcurnia, busca vengarse de quien lo estafó. Una sagaz policía que se infiltra en amoríos para desbaratar traficantes. Una intrépida fiscal que persigue por el litoral a un peligroso criminal que se fugó de la cárcel y, al encontrarlo, se topa con un dilema. Cementerios extraños que dejan salir a sus muertos a pasear. Familias macabras que recuperan la memoria… Pues aquí hay de todo, suceda en Buenos Aires, Río de Janeiro, Nueva York, Roma, Praga, San Andrés de Giles, San Martín de los Andes o Concepción del Uruguay.

Atravesados por el género policial, terror, suspenso o relato fantástico; la narradora experimenta. Hilvana héroes, villanos, arribistas, impostores o simples incautos que, sorpresivamente, quedan atrapados en un final desconcertante, que no es posible sin un ensamble previo cuidadosamente armado.

Sin desperdicio para el lector. Y cuando el último sorbo que resta de la copita “Cubana…” dice el final… uno se queda con ganas de otra ronda. ¡Salud!



*

Así escribe:

 

Escalera Selarón

Había llegado a Río como llegan todos, deseando el mar, el carnaval, aquella fiesta loca.

Deseando una a mujer de piel mulata o a una mujer de alma carioca; deseando el naranja amanecer de una playa íntimamente elegida entre todas las playas. Porque Río era una acuarela perfecta imaginada muchas noches en Santiago, en New York o en Barcelona, en escenarios cerrados para imaginadores locos y periféricos. Era un outsider siempre, pero no en Lapa. En Lapa era uno de los nuestros.

Descalzo y simple, pincel en mano. Así que llegó y se quedó ahí, más cerca de Rosinha que de Ipanema, más fuera de un atelier que cualquier artista callejero, más dueño del color vermelho, más poeta, más hiriente quizá que Buarque, más dentro de ese paisaje dorado y rosa del mar, más profundamente inmerso en los sonidos de aquella ciudad que el bossa o que la samba de cualquier tambor de Copacabana.

Se quedó porque encontró una escalera gris a la que poco a poco llenó de magia como si fuese un príncipe. Le dibujó colores de cerámica y besos de sirenas, monstruos marinos y pelotas de futbol.

Buscó, una a una, cerámicas rojas, azules y verdes, amarillas y verdes como el Brasil, sanguíneas como los gritos de goles del futbol del mundo. Les estampó panzas de nueves lunas de mujeres morenas, acaso de la misma mujer siempre; acaso de la única mujer que fue capaz de amarlo alguna vez. La dibujó, la dibujó, la dibujó. Con todos los trazos y con todas las tintas, en todos sus perfiles posibles.

 La escalera tomó arte y se volvió multicolor. Tuvo brillos nuevos, gráficos nuevos, y su creador tuvo galardones, aplausos, méritos y merecimientos. Llegaban del mundo cantantes y poetas, músicos y pintores, y llegaban cerámicas diversas para la obra colectiva de Selarón.

El, que se había prometido jamás terminarla, recibía las piezas con cuidado, las examinaba, y las ubicaba en reemplazo de la bandera del monumental o del Flamingo; con estudiado arte colocaba la cerámica nueva en el lugar adecuado, la pulía prolijamente y la pegaba, y ubicaba después a la del Monumental o del Flamingo en otro escalón, o en el descanso, o en los muros laterales desde los que veían los Arcos de Lapa y Santa Teresa.

Alguna obra lo autorretrata embarazado de la misma carioca a la que pintó tantas veces.

Nacido del taller del edificio viejo de mitad de aquella gran locura de doscientos peldaños, alguna vez tomó café con los amantes amarillos que se besan de noche y voló cuántas veces el imperio Azteca con el pájaro negro y rojo que mira de costado; aunque sé que preferiría, mejor, una cachaca al ocaso con el diablo azul del escalón tercero. Lo adivino en las noches de verano de carnaval, uniformado de sunga roja y ojotas al tono, largas canas despeinadas por la brisa de Brasil, surcando por enésima vez “Brazil eu te amo” en la cerámica marrón de fondo sangre.


Lo adivino nadando en el mar, 

 esa escalera infinita de colores locos como el, 

   bohemios como el, alegres como el, 

      como las tardes de domingo;

                         fuertes como el,

             como un niño huérfano de madre

                 y de canción de cuna;

                    desesperados colores,

                 como él, suicida de ocasión

                                      o asesinado.


Vaya a saber el modo en que por fin su mano artesanal dejó de modelar aquella obra eternamente imaginada -desde el vientre de la muchacha preñada, tal vez su madre; desde Santiago, Barcelona o New York, opacos todos a su múltiple despliegue-, aquella madrugada de enero dos mil trece en que,  


quién sabe si por tristeza

       o por traición, su cuerpo se encendió,

                         solvente y pólvora, 

                   a los pies del diablo azul del tercer escalón,

                         que vio envolver en llamas

                                  y engordar panzas

                                      y pinturrajear las calles

                                      y llorar a las favelas

                                        y extrañar a los bohemios

                                 y aullar como perros heridos

                                                        a todos los pinceles

                                                        y a todas las guitarras

                                                          de Río de Janeiro

*


Libro, Josefina Minatta, “Cubana sello verde”,

editorial “Punto y aparte”, 2021.


Sobre el autor: Julián Axat es escritor y abogado.

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