MundiaCult 2022: un debate largamente esperado que defraudó

La cita acaba de concluir, nuevamente en México y las primeras sensaciones oscilan entre la frustración, la justificación por las contradicciones, y una expectativa genérica, que valora el mero hecho de una reunión de semejante calibre.

La realización de una nueva Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, a cuarenta años de México 1982, generó una fuerte expectativa en el activismo cultural y los profesionales del sector cultural y artístico en los últimos meses. La cita acaba de concluir, nuevamente en México y —quizá por el propio halo de escepticismo político propio de esta segunda década del siglo xxi— las primeras sensaciones oscilan entre la frustración, la justificación por las contradicciones, y una expectativa genérica, que valora el mero hecho de una reunión de semejante calibre.

El legado conceptual del encuentro del 82 es significativo: representa la consolidación de una mirada antropológica de la cultura, que permitió desarrollar enfoques profesionales que asuman la politicidad del campo simbólico, reconociéndolo como estructura que determina las prácticas cotidianas, incluyendo las políticas. Para espacios geoculturales como la América Latina contemporánea, en los que los movimientos populares han intervenido culturalmente para potenciar sus luchas crecientemente en el último siglo, la adopción de una fórmula que identifica como constitutivo de lo cultural no solamente las prácticas y estéticas, sino también los sistemas de valores, representó un punto de inflexión. Desde ese momento, las políticas culturales públicas fueron demandadas en registros poco explorados previamente: la defensa y consolidación de las democracias (recuperando la utilización social del espacio público, por ejemplo), el reconocimiento de las culturas populares como patrimonio vivo (tensionando la mirada elitista sobre la que tradicionalmente operó el Estado al limitar lo cultural en clave de distinción), entre otras.

Considero adecuado situar ese debate de inicios de los 80 en contexto histórico, como una reverberación en el campo de la cultura de los debates revolucionarios de la década anterior, en la que se aceleraron procesos revolucionarios y se avanzó en la desestructuración del sistema colonial resiliente. Que la fórmula “de liberación nacional” operase en muchos de los movimientos populares de la época resulta relevante en este registro.

Eran otras épocas, diríamos.

Esta Conferencia Mundial sobre políticas culturales fue demandada en los últimos meses por sectores sociales que percibían la necesidad de un mayor involucramiento popular. Si bien la participación oficial le corresponde a los gobiernos que cada sociedad se ha dado, podemos coincidir en que son los responsables de que los Estados garanticen los derechos culturales que la sociedad internacional ha venido desarrollando en los últimos 70 años. Y tanto los análisis académicos como la percepción de las organizaciones de los sectores cultural y artístico parecieran indicar que el acceso real a estos derechos es, al menos, parcial y fragmentaria. Más aun, las políticas culturales solo parecieran reconocer estos derechos como un eslogan de moda para comunicar sus prácticas ordinarias.

Hubo, hay que reconocerlo, algunos foros específicos de especialistas. No puede negarse la realización de múltiples actividades paralelas por parte de un número considerable de instituciones con una destacada intención de aportar genuinamente al debate. Desde la propia UNESCO se organizó un micrófono abierto, una suerte de audiencia pública global. Pero tanto el debate oficial como el documento resultante de la Conferencia parecieran haber tomado escasa cuenta de las demandas populares.

En este sentido, resulta elocuente lo sucedido con los informes presentados por la Federación Internacional de Consejos de las Artes y Agencias Culturales (IFACCA) algunos días antes del evento. Uno, que recogía los aportes institucionales de los Ministerios nacionales (De la afirmación simbólica al reconocimiento tangible) identificó cuatro desafíos primarios: influir en el entorno de autorización; mejorar los marcos legislativos; reforzar los entornos operativos, y aumentar y diversificar la inversión, sin dar cuenta de que la responsabilidad primaria de esas transformaciones corresponden justamente a los gobiernos que representan. En oposición, el informe Desplazando centros y las periferias: hacia un nuevo paradigma de sostenibilidad, que compiló posiciones de la sociedad civil, constituye un documento de avanzada, que no solo sitúa la cuestión de la descolonización y su profundización efectiva en el centro de la escena, sino que identifica con claridad que este esfuerzo no compromete exclusivamente a los países “periféricos” sino que, por el contrario, atañe con mayor responsabilidad al Norte Global que dominó, oprimió y explotó las sociedades y recursos naturales a nivel global. Estos dos informes dan cuenta del abismo que separa el avance de los debates de la sociedad civil de las posibilidades de transformación que se dan a sí las políticas.

En cuanto al documento definitivo de la Conferencia, si bien recoge mucho de lo bueno que se ha generado en el ámbito de las Naciones Unidas, resulta insulso en tanto identifica genéricamente ciertas responsabilidades, sin reconocer con claridad quiénes son los beneficiarios y quiénes los perjudicados en el actual orden de cosas. Si los ministros de Cultura afirman instar “encarecidamente a que se preserve y fortalezca la financiación de la cultura, con el objetivo a medio plazo de asignar un presupuesto nacional que aumente progresivamente para satisfacer las nuevas necesidades y oportunidades del sector cultural”, ¿a quién le cabe dicha responsabilidad?

Este documento reconoce el carácter “multicultural” de las sociedades, en un registro cosmopolita que evita referir a la dimensión nacional y a la necesidad de su unidad para poder dar cuenta del poder económico concentrado, verdadero regulador de la producción simbólica contemporánea, así como de su distribución. Omite así referencia alguna a la interculturalidad, cuyo planteo primario es reconocer la politicidad histórica con la que se ha administrado esa multiplicidad de expresiones colectivas a las que se refiere como “diversidad cultural”, para construir soberanía cultural efectiva. No hay diversidad cultural desde el estereotipo reforzado por la industria cultural.

Del mismo modo, pareciera que en el MundiaCult se ha expresado inquietud por la forma en la que la pandemia desnudó la precariedad estructural que atraviesa el ecosistema cultural, pero no han tenido tiempo para identificar cuáles son los actores que vuelven ineficiente desde la distribución de la riqueza un sector que produce, según la propia UNESCO, un 3% del Producto Bruto a nivel mundial (unos USD 2.250.000.000). Hace tiempo que venimos llamando al debate público en torno a la apropiación de la renta cultural por parte de plataformas a las que no debemos demonizar, pero a las que los Estados deben establecerles colectivamente reglas de juego que limiten su tendencia al extractivismo simbólico. Para no perder la posibilidad de volver al MundiaCult algo más alevoso en sus limitaciones, la Argentina participó en su seno de una actividad… organizada por Netflix.

En fin, desde una perspectiva popularista, imaginábamos el Mundiacult como un Foro Social Mundial abocado a la liberación de los pueblos de la colonización pedagógica, un hito en la construcción de un futuro de emancipación. Tuvimos un encuentro mediocre, de mínima. Si la versión 1982 fue hija de los movimientos de liberación nacional, esta versión 2022 es hija de la resaca neoliberal y la agonía de la imaginación política que signan la pospandemia.

Tenemos mucho trabajo por delante de cara al Foro de 2025.

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