Mozart

     El festejo fue en medio del asombro, y de gran algarabía. Se abrazaban unos con otros y con otras y viceversa, y hablaban (“Oh, mundanidades, qué deliciosas”) y cantaban, entre bailes y carcajadas.

     “No podía ser menos”, le decía Dubín a Peredo, revoleando su sombrero: “acorde al genio”. “Ah, esto es como un gol de Maradona a los ingleses; qué cierto”, dijo aquel, como zapateando un malambo. “Bombo legüero, bandoneón, guitarra eléctrica”, decía Raninqueo, agregando un largo etcétera.

     (Más que compañeros y compañeras (que lo eran), Duizeide, Schierloh, Dubín, Axat, Brizuela, Pallaoro, Clode, Flint, Venturini, Peredo, Murray y Raninqueo, ya parecían, definitivamente, enlazados por la amistad, aunque recién lo notaran entonces, en medio del festejo, liberados por el momento de estorbos.

     Y a cada uno de esos vasos que llenaban, en consecuencia, disponiéndose al brindis, lo observaban felices (“No ocultos o inconscientes, sino a sabiendas, fortaleciéndonos”, diría Pallaoro, abriendo un Kafka.

     “En el sumun que era aquello”, decía Schierloh, solemne; “en la noche, con la oscuridad y el silencio de testigos”).

     Ya cuando todo se calmaba amenamente, con retazos de ropa, astillas de la balsa, hilos y cuerdas y (“Oh, con bollos de papel”, decía Axat: “qué cúmulo más diverso”), hicieron un manojo y lo encendieron, rodeando el pequeño fuego que habían hecho. 

     (La salida del sol los encontró dormidos o dormitando, alrededor del humo que, poco a poco, se disipaba. Había cambiado a viento del Sur, la humedad era profusa, y hacía mucho frío.

     De a poco, también, fueron abriendo los ojos, desperezándose, y ajustándose, a la vez, la poca ropa que tenían. “Ah, y los vahos, que largábamos como chimeneas, parecían, sin embargo, curarnos de la resaca”).

     “Tengo hambre”, dijo Clode, de pronto, tras sentir una puntada en el estómago, y un doble nudo. “¡Caramba!”, dijo Duizeide, “me había olvidado. Con lo que dijiste, Clode, has despertado al apetito de los caníbales”. “Ni lo digas, Duizeide”, dijo Venturini, espantada. “Oh, nada de eso, no (o aún no)”, decía aquel, acuciosamente, “pero tendremos, sí, que arreglárnosla; lo que no debiera por qué, ser motivo de intranquilidad. Y cierto es que aquí, la comida abunda”.

     “Los libros no son una opción”, decía Schierloh, sentándose, buscando aire, preso del pánico, “mucho menos, si fuera el caso, arrebatárnosno. Sería (Oh, de nuestra parte) muy poco inteligente”. “Schierloh”, dijo Pallaoro, como un cimbronazo. Y luego atenuó, o eso se propuso: “Creamé, que, y lo sé muy bien, no tienen feo gusto”.

     “Ah, allí”, decía Murray, señalando: “Las mil y una noches. Esos tomos, siempre juntos” (la imagen de su biblioteca, ensoñada, se le apareció fugazmente); “recuerdo haberlos leído con voracidad”.

     Murray seguía señalando, pero ahora a distintos puntos. “No están juntas, por lo que veo”, decía, “las siete maravillas de Proust”.

     (“Hacía muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío”, citaba Murray, apapuchándose, “me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. (Murray, melancólicamente, bebió dos largos tragos de whisky).

     “Primero dije que no; pero luego”, continuaba, “sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino”.

     “A mí me estremecen, de igual modo”, decía Peredo, “esos bolsilibros de Terror”).

     “Tengo hambre; de carne, de frutas, de verduras”, dijo Clode, nuevamente, ahora explayándose. “Carne, ¿eh?: eso abarca todo tipo de carnes, Clode”, dijo Peredo, inquietado. “JA, JA JA”, se escuchaba. “JA, JA, JA, JAAAAAA”, como quien cae de un barranco. “Brizuela, no exagere”, le dijo Murray. Pero aquel se agarraba las costillas, como ajustándose un pantalón por arriba del ombligo y matándose de risa. “JA, JA, JA, JAAAAAAA”.

     “Excusenmé”, dijo Brizuela, como pudo. “JA, JA, JA, JAAAA”, seguía. “Es que (JO, JO, JO, JAAA), además de esta sonrisa perpetua (JA, JA), tengo un solo poro, y, pueden escucharlo, es como un megáfono. Pero (JE, JE, JE”, se reía ahora, más calmo), “no me hagan caso, continúen, los escucho: soy todo huesos”. Y volvió a reírse: “JA, JA, JA, JAAAAAAAAAA”, aunque, al verla a Clode, cortó de sopetón.

     “Tengo hambre”, volvió a decir Clode, ahora sacando su cuchillo. “Calma, Clode”, dijo Venturini, mientras aquella se giraba haciendo un círculo, apuntándoles. “Nosotros también tenemos hambre, y cómo”, decía Axat: “al menos yo, no desdeñaría un plato de gusanos, e, incluso, podría hasta cometer un exabrupto. Pero no esto, compañera”. “Y, por cierto”, decía Dubín, “(y ya que viene al caso), no sé ustedes, pero yo extraño con locura hacer caca”. “Oh, literalmente, compañero”, dijo Raninqueo.

     “A propósito, Murray”, decía Pallaoro, “podría haberse traído, más no sea, unas latas en conserva; no le costaba nada”. “Es verdad, sí”, decía Murray, cavilándose, “sólo se me ocurrió llevar una (Ah, ¡de sardinas, compañeros, compañeras!), que comí, sin embargo, y que esto no suene a excusa, apenas salí de Buenos Aires”.

     “¡¿De Buenos Aires?! ¡¿Y dónde estamos entonces?!”, preguntó Duizeide, enojado, convencido que, en realidad, ese mar, el río venidero (“Oh, ese abrazo entrañable”), el humo negro, eran parte, en efecto, de Buenos Aires. “Tal vez sí sea Buenos Aires, después de todo”, dijo Murray, mirando los alrededores. “U otra Buenos Aires”, dijo Peredo.

     “Vaya que sí, como una anáfora, che; qué recurrentes estos vocablos”, decía Axat, jugando con su sombrero y estallando de risa.

     “Mientras tanto, en algún lugar de Buenos Aires, un joven escritor imagina”, decía, haciéndose el ensombrecido, el aterrorizador, “que su tranquila realidad cotidiana es interrumpida por un extraño personaje que se materializa en una silla vacía al frente de su escritorio”.

     “Tengo hambre”, volvió a decir Clode, lagrimeando, respirando agitada, interrumpiendo. “Tengo mucha hambre”, dijo, y salió, entonces, disparada, como para acuchillar a alguno. Y en tanto Schierloh, Venturini, Dubín, Peredo, Duizeide, Pallaoro, Axat, Brizuela, Murray, Flint y Raninqueo, velozmente, se corrían a un lado, ella, sin preámbulo, se lanzó al mar.

     Todos se asomaron, buscándola, pronto impacientes. Clode no salía. Luego emergió, pero, sin mirarlos, volvió a sumergirse. Así lo hizo: tres, cuatro veces, hasta que en la última emergió con un pescado entre los dientes; nadó hasta la balsa y, tras subirse a ella, lo largó, a la vista de todos, quienes no le sacaban los ojos a la presa, ya muerta, y sin el pedazo donde había mordido Clode.

     “Un cazón”, dijo Duizeide. “Pequeño, sí”, decía Schierloh, “pero bastará por el momento”. “Gracias, Clode, de corazón”, decía Peredo, poniéndose de cuclillas ante el pez, “vaya mordida, ¿eh?: fuerte, segura, de gran precisión”.

     “De todos modos”, decía Axat, “hubieras sido un poco más explícita en tus intenciones, Clode. Al menos yo”, decía, “sigo cagado hasta las patas”. Las risas sonaron por unos segundos. (“Oh, son más bien carcajeos”, se decía a sí mismo Pallaoro, contento, “como gaviotas revoloteando un pesquero”).

     “Muy acorde la metáfora”, decía Dubín, acercándose al pez, léxicamente. “Compañero Axat, lo felicito: no todo lugar común va a parar al tacho de la basura. Y, ahhh, qué asquerosidad más portentosa”, decía ahora: “¡Mierda! ¡Diarrea! ¡Sorete duro!”, gritaba y gesticulaba. “Cagar es preciso”, dijo entonces Duizeide, asintiendo, también él acercándose al pez.

     “Soñadores”, dijo Venturini, que continuaba riéndose, pero ahora por otra cosa. “Aquí, el alimento. Pero vean”. (Y al decir esto, la realidad fatal del pez, sin embargo, tomaba otro estadío: continuaba vivo).

     “Hey, vos”, dijo Raninqueo, acercándose al pez y acariciándole la cabeza con un dedo. “¿Es que acaso retornaste, ser movedizo? Pero ahora debés sentir la herida que te sangra, ¿no? Oh (¡Oh de ohes!), aunque sangres tan discretamente; o tan amablemente, quizás. Ya no me contentaría con comerte”.

     “El pez está vivo, coletea, busca desesperadamente el agua”, decía Pallaoro, acercándose al pez con intención de ayudarlo, y presto ya, con las dos manos, como quien va a socorrer a un pichón herido.

     “Tal vez sea, ahora, un fantasma, un zombi, o lo que sea que sea, pero es en el mar donde quiere estar y no en la balsa. Y mucho menos debe querer pasar por la picadora de estos dientes, y morir, “al fin”, en nuestros estómagos”.

     “Alto, compañero, no exageremos”, decía Dubín, “que no lo hemos comprado en una pescadería, y no hemos incurrido, por ende, en un acto capitalista: se ha roto una cadena”. (Pallaoro reculó, pero no convencido del todo, sino más bien por reflejo). “Clode lo ha pescado; y sin necesidad, por fortuna, de tal flaqueza”, seguía diciendo Dubín. “Y, más aún, lo comparte, bienhechora”, decía ahora, agradeciéndole con el sombrero. “Eso sólo debiera ser finito”.

     “Finito tengo el estómago”, decía Schierloh: “pegado a sí mismo, como un globo”. “Lo mismo digo”, dijo Brizuela, riéndose. “Tenés razón, Dubín”, decía Pallaoro, “pero miralo: coletea, huye; de seguir así, se lanzará al mar. Y resulta que nosotros se lo impediremos”.

     “Compañero pez”, le decía Flint, con la voz temblorosa, acompañándolo a un lado, en plena fuga; “hubiera gustado de conocerlo (Oh, claro que sí”, decía, deprimido), “en otra circunstancia, y no en ésta, de feroz hambruna. Permítame, empero, abrazarlo”.

     (“Piedad, piedad”), “parecían decir los ojos del pez”, diría luego Duizeide, “pero, si decían algo, era en rigor otra cosa: ¡Una maldición!”, dijo, “y se echó a reír a carcajadas”. “Leve, en un cierto sentido, fugaz, pero bestial. Creanmé, que creí que me moría”.

     Fue Raninqueo quien agarró al pez, cuando éste ya había saltado hacia la libertad. Sin titubeos, lo mordió y arrancó su parte, pasándoselo luego a Venturini. Así fue pasando de mano en mano, y ya hecho solo huesos, yacía entre las dos manos de Brizuela.

     “Compañero, sangre de mí sangre”, le dijo Brizuela, mientras el pez lo miraba fijo. “Vaya donde es feliz, con los suyos y las suyas (Ah, al mar; usted no es un zonzo). Y perdone, por favor, nuestro atropello. Compañero, ¡a volar!”, dijo Brizuela, soltándolo de las manos.

     Mas luego, los pedazos del pez se movían en sus estómagos, como animalillos pugnando por salir; enseguida, la calma usual que antecede a la tormenta, y, “al fin” (“Oh, creanmé”, decía Duizeide: “creí que era el fin”) sufrieron entonces una cagadera inimaginable, debiendo, rápidamente, y por obvias razones, meterse en el mar, y a pesar del frío, medio cuerpo, permaneciendo así, agarrados de los bordes de la balsa, hasta que hubo pasado.

     (“Escudero”, dijo Dubín, acercándose. “No soy Escudero, sino Desiderio; lo que es un decir, pero también muy cierto”, le decía el mismo Desiderio a Raninqueo. (Dubín estaba confundido, porque era luna llena, y le había tomado la palabra a Escudero).

     “Lo entiendo Dubín”, decía Desiderio, “pero sepa que, no es aquel, y usted lo sabe, el único licántropo: “Lejos, los hombres-lobos aúllan angustiados por una luna rosa”, recordaba, abriendo los ojos, “de rotundas caderas”. “Habrá notado”, dijo luego, “que hablo en plural”.

     “Caray, Desiderio”, decía Murray, “supongo que lo ha leído o escuchado, si es que no es usted una especie de gemelo mío (Oh, hermanas Price”, se decía a sí mismo Murray, “después de lo de ayer (cómo que no), rotundamente me declaro en huelga de hambre”).

     “No, no es eso, Desiderio”, decía Dubín, concentrado, “pensaba en un detalle menor, o en uno de grandes imprecaciones. Escudero nos dijo, exactamente”: “Volveré en luna llena”. “Pero lo que no dijo es en cuál de todas ellas. No más, Desiderio”, decía luego, como cambiando de tema; “bienvenido, pase”.

     Desiderio pasó y saludó a cada uno y cada una con el sombrero. Luego dijo, en un tono conspicuo: “La luna es la misma con sus variaciones; los ánimos están, por doquier, encendidos. Ahhh, ella, que es tan hermosa con su cara de gata”, dijo después, enfebrecido. Y salió despedido, pues, como un cohete.

     “Muy bien”, dijo Duizeide. “Debo investigar; quizás debí ponerlo”, decía Axat, contrariado, “o deba agregarlo en un segundo tomo de Interestelaria”. “Tengo entendido, sin embargo”, decía Pallaoro, “que su poesía es más bien callejera. Aunque ya lo vimos (y qué don, por cierto, usufructúa): el tipo es un lunático”).

     “Compañeros, compañeras, les tengo, acaso, una sorpresa”, decía Dubín, ya compuesto como para comerse una milanesa con fritas. “He conservado la radio. Sí, a la que, me animo a decir, y con razones, hayan dado por muerta. Todavía luce”, decía, mostrándola, “bellísima. Creo que, como si al paso, si la enciendo, encienda”, decía ahora, sorprendido él por la posibilidad.

     “Pruebe nomás”, dijo Murray, poniéndose de pie, “esto puede resultar en extremo delicioso. Oh, también (y esto es lo más probable), un brutal desencanto”. (Murray lucía, precipitadamente, desencantado).

     “No se desencante antes de tiempo, Murray”, dijo Venturini. “Dubín, ¿qué espera?”, dijo luego. “No lo sé”, dijo este, vacilante, como si estuviera por romper una especie de cábala.

     De todos modos, Dubín la encendió: “Clic”, se escuchó, entonces, nuevamente; y nuevamente, lo que sólo se escuchaba, era el ruido de la interferencia.

     Dubín apresuraba la ruedita del dial sin que se produjera cambio alguno. “Tranquilo, Dubín”, decía Murray, con abrupta amabilidad, “déjeme a mí”. Tras lo que, pronto, era Murray quien sostenía la radio, como si hubiera desprendido, con cuidado, un lirio de la maseta, y puesto en un florero de ofrenda.

     (“Ah, las dalias”, decía Giannuzzi, “yo también sopeso mi jardín”). “¡Giannuzzi!”, dijo Murray, “mi amigo, no sea tan silencioso”).

     Después Murray movía la ruedita, tan lentamente que los demás, tensos, comiéndose las uñas, debían hacerse de paciencia.

     “ShhhhhhSHHHHHshhSHHHHHHHHshhhh”, hacía la radio, inclemente, cuando de pronto hizo un silencio, y luego, soltaba los inconfundibles sonidos de una música. “Ohhhhhhhh”, hizo Murray, admiradísimo. (“Ruido, ruido, ruido”, se decía ahora a sí mismo, apretando los puños: “¡Música!”, soltó, pasmado, y se echó en la balsa, whisky en mano, como en un sillón.

     “He aquí a Mozart aislado de los ruidos modernos”, decía Giannuzzi, haciendo girar el whisky en el vaso. “Desconectados el teléfono y el timbre. El universo se ha cerrado como una caja, mientras afuera ruge la historia inundada de automóviles”. “El tintinear de la vajilla a la hora del té”, le decía Murray, abrazándolo, “encuadra en el silencio de su espacio neurótico, Joaquín”.

     (“La música habrá durado entre 20 y 30 minutos, no más”, decía luego Pallaoro, como convencido. “Tras eso, la radio volvió a apagarse”. “Exacto”, dijo Giannuzzi, riéndose. “Ah, 10 minutos de margen, ¿eh?, y de contemplación”, decía Axat, a punto de rebelársele algo: “El tiempo, seguramente”, decía, “en que la cabeza se nos ha vagueado por completo. Nada mal, por cierto; calculo lo mismo”.

     “Como si hubieran puesto, a propósito”, decía Brizuela, “uno de los lados de un disco o de un cassette, y se hubieran ido u ocupado en un quehacer”. “Cada uno y una, desde su propia tiniebla”, decía Giannuzzi, “incorpora la clamorosa ráfaga”. “Y siempre a contrapelo (Oh, por supuesto)”, decía ahora Brizuela, él clamoroso, “de quién sabe cuáles de las contrariedades del Sistema”.

     “No estoy seguro cuál de sus sinfonías era”, decía Raninqueo, sabedor, “lo que, de cualquier manera, no me variaría un pelito: “si la 21 o”. “La 25”, interrumpió Murray, rápidamente, secándose las lágrimas, y poniéndose de pie, otra vez, entre los relámpagos.

     “No puedo más, compañeros, compañeras, que sentirme satisfecho: ¡Esto es vida!”, gritó Murray. “A lo que, acaso en consecuencia”, decía ahora, intrigante, “quisiera corroborar algo”).

     “Aquella vez, en casa”, decía Murray, (y sugería con la vista y las manos una lectura concentradísima), “a colación de la Sinfonía N° 25, y en evidentísimo trance emocional del que recuerdo (potenciado, sin eufemismos, por el whisky), mi rostro rojo reflejado en el espejo, supe que, cuando la muerte de Mozart (Oh, bienaventurado), apenas entre pocos presentes, un terrorífico carruaje llevaba su féretro. Y que bajo la lluvia consabida, en la cola de la procesión, su perro Pimperl (Oh), más triste que nadie, lo seguía. Qué tristeza, compañeros, compañeras”, decía, visiblemente lloroso. “Más luego supe, casi igual de estremecido, que además moriría a un lado de su tumba”.

     “El violín circuló y todas las desesperaciones lo seguían en círculos”, dijo Giannuzzi. “5 de diciembre de 1791, qué fecha fatídica”, dijo luego, guiñando un ojo.

     “Por alguna razón, supongo que involuntariamente desmemoriado, se me traspapeló dónde lo leí”, decía ahora Murray, sobrepuesto, “pero, acaso endilgado por cierto esteticismo, apuesto este vaso, a que esa historia se halla en el libro de Eduard Mörike, aquel romántico de Orplid, que el mismo tituló Mozart auf der Reise nach Prag.

     Más precisamente”, decía, “debería hallarse en la edición a la que aluden mis ojos, y que, por supuesto, como otras misteriosas leyendas, nació y se propulsó en mi biblioteca, más que por mí, por ella misma”. (Murray ya se entusiasmaba y divertía).

     “Es una versión chilena del año 1947”, continuaba, mostrándolo, “traducido por Emilio Guerrero para la Empresa Editora Zig-Zag, que este tituló, más universalmente, El viaje de Mozart.

     A este libro, de tapas rojas; de hojas, en sus bordes, de igual color, que (como ven) no han perdido su luminosidad, lo releo ahora, bastante tiempo después, y en cuáles circunstancias (JA, JA, JA), con la expectativa de encontrar lo que les he contado, y regodearme pues, con tan alta expresión que, por cierto, nunca me propuse emular.

     Al menos hasta la página 19 parece ser otro expectante “libro de viaje”, dijo Murray, tras un silencio necesario. (“Perdón”, se excusaba, “no me gusta saltear líneas o párrafos; pasar, en rigor, por sobre ellos. Eso, si no es de soberbio, es de prepotente).

     El tránsito por un bosque de pinos”, continuaba, “en los límites bohemios, que Mozart subraya por sobre el decadente Prater, en lo inmediato se abre a la inmersión a ese otro mundo, a la vez tan inocente como elucubrado.

     En la misma página ya se vislumbra la prematura muerte de Mozart, la que sobrevendría en forma, como suele decirse, implacable. Lo anticipa la víctima, inmiscuido en un tenebroso corredor obscuro, acaso como si hubiera alcanzado el sumun predilecto, y debiera sobrellevar la postrera, aun la espantosidad.

     La supongo, pues, a esa imagen epistolar, de extraña belleza, faltándome poco, en las últimas páginas”, decía Murray; y en eso pensaba, cuando dejó el libro cuidadosamente a su lado, sabiendo que, más luego, continuaría su lectura. Tras cerrar los ojos, veía, desmenuzándose, un sueño.

     (“¡Aguante Mozart!”, gritó Pallaoro, alborozado y trastabillando. “Shhhhhhhhhh, compañero, que va a despertarlo”, decía Duizeide, “y en la puerta del sueño. Tenga cuidado, además, o se la va a dar en la cabeza”. (Pallaoro, haciendo oídos sordos, se acercó a Murray: lo zarandeó apenas, le habló (“Hey, Murphy”, lo llamó), y hasta puso su mano bajo la nariz de aquel a ver si respiraba. “Su dormir es profundísimo”, decía ahora un emocionado Pallaoro; “espero sea el sueño que más le guste”).

     “Oh, el sueño. Claro; ¡qué fantásticoreal!”, dijo Murray, levantando los brazos, como, otrora, ante una corrida final y cruzada de disco de Leguizamo. “Y qué idea más proporcionada”, se decía ahora a sí mismo, fervoroso y contento, “haber reemplazado, entonces, al burrero por el futbolero”.

     “Yo vagueaba en una ciudad sin salida, de ríos tumultuosos y humeantes”, contaba, “tal en un bote invisible al que sólo veíase la remada, muy lentamente, cuando escucho un ruido y abro grandes los ojos. Como una sirena asomada (Ah, válgame la dicha, aunque siniestra, JE, JE, JE), allí estaba Magda.

     Los edificios parecían olas, de un mar altísimo, de pronto, detenidas por un encanto salvaje. Y en la hondura del bote, los pies me temblaron, las rodillas aguantaban, como una descarga eléctrica, fugaz, que me llegó hasta los pelos, saltándose mi sombrero de alegría.

     Magda subía al bote, primero un pie y después el otro, como quien se saca un vestido y se deja ver desnuda”, decía Murray, como embalsamado. “Poco faltaba para que amaneciera, y esa luz presolar, nos envolvía en una sombra transparente y grisazul”.

     (“Y qué agradablemente fresquita”, “dijo ella, de pronto, despejándose el humo, con una voz, sin ambages, insinuante”).

     “Estoy escribiendo la templanza de los noctámbulos, ya en noches que se acortan, y un solazo, esfumadas las nubes, cada vez más grande”, le decía yo, luchando con mi timidez. “Sí, uno de vampiros”, dije luego, resumiendo, ante su sorpresa”.

     “O, por qué no, como uno de hombres lobos, de otros seres espeluznantes (JA, JA, JA”, “me reía, mostrando mis pocos pero apropiados dientes”), “Ah, como uno de esos seres, sí, pero no, por esta vez, transformados por la luna, sino por el sol”.

     “Pronto sentíame (lo reconozco) hipnotizado por la negra rosa; y ella, en rigor hipnótica plenariamente, se acomodaba el pelo, apenas deslizado por el viento, y sin que hubiera en sus manos una sola horquilla. Y tal si fuera (Oh, qué ebullición, compañeros, compañeras) una  desentendida, miraba los edificios sin mirarlos: sus persianas rotas, sus balcones abiertos, llenos de miles de pájaros ensordecedores, camas voladoras, sábanas flameando”.

     “Luis Alberto”, me dijo Magda, sacudiéndome. Y yo me estremecí, enrojecido, pareciéndome en retroceso. Pero caminaba, sin pensamiento, con el único deseo de besarla, mientras ella, con idéntico estremecimiento, también caminaba, tal si fuera todo aquello un espejo.

     Tenía el deseo, pues, de transitar sus senos prolongadamente; de pasar con un dedo por su ombligo, y de cubrirlo como en un eclipse, para después bajar mi mano, “al fin”, hasta su negra rosa. Y ahí (cuanto pudiera, con esta misma mano, ahora temblorosa), acariciarla, percibirla.

     Después no iba a evitar el impulso de olerla”, decía, “de besarla esponjosamente, y de entrar, claro, locuazmente (Ah, de qué otro modo si no), buscando, como a un oasis, su orgasmo imaginado.

     (En un momento, entre tanto, yo recapacitaba”, decía Murray, como secándose la cara con una toalla; “y me decía a mí mismo, tras que hubiera acertado, al parecer, el motivo de cierto desaguisado: que (ahora que estaba esperanzado), ¡Desintegrada voz las pelotas!

     No fue por zonzo, debo decirlo, que lo escribí (¿Eh, Jauretche?), pero fui en exceso, casi fatalmente, moribundo. Por eso tiré el único ejemplar que conservaba”).

     “Encarnados entonces”, continuaba Murray, a propósito de la esperanza, “entraba yo, se dejaba entrar ella, tan despaciosamente, tan silenciosos, que el tiempo parecía frenado. Y hacíamos, con los cuerpos, tiernas o brutales formas, algunas francamente desopilantes. Nuestras voces, susurrantes, sudorosas, se mezclaban luego con las de los pájaros. Y eso que, empero, parecía concluir, seguía, de todos modos, enredándonos, apretándonos fuertemente como un nudo.

     Y si cada tantos segundos nos dormíamos extasiados, desenredándonos, yo en medio de una tormenta feroz, de pie entre los relámpagos, y ella en otra tormenta, volando por el aire, dejando en claro su hermosura, luego nos volvíamos a enredar, como si llegáramos de tiempos extensísimos, de frioleras apocalípticas.

     (“Por los gritos, de esos seres abominables”, le decía yo, sonriéndome, “más antiguos que una roca”.  Y ella, sin pestañar, me miraba).

     Déjenme decirles (y esto entró en el sueño, más que como un epílogo, como un prólogo)”, decía Murray, con los ojos cerrados, desbordado por la emoción, y colocándose el sombrero: “que, tal vez, no haya sido nada de otro mundo. Pero, evidencialmente”, decía, riéndose, despechado, “hicimos un granito de arena (¡Y qué granito!), infinitamente más valioso que el oro”.

     “Oh”, dijo Brizuela, “¿y qué sintió luego, Murray, al despertarse? Y perdone, en tal efecto, si soy indiscreto.

     “Bueno”, decía Murray, haciendo un gesto de incredulidad, rascándose la cabeza. (“Perdonado”, dijo, entre tanto, imitando a algún otario). “La realidad, ardiente”, decía, “se enfriaba. Fue penoso, naturalmente” (Murray bebía whisky como si fuera agua).

     “Pero no me quejo, no de esto. Cada cosa en su exacto lugar y, especialmente, a su debido tiempo. A esto llamo “prolongación o continuidad”, según se vea, “o camposanto de las rosas; o castillo”. Y me inmiscuyo ahí, de alguna manera, sediento, sin afán de estaquearla”.

     “Oh, diablos, ¡Zarathustra, Zarathustra!”, gritó Clode, interrumpiendo, alarmando a los demás, señalando a lo lejos. “A ras del mar de libros”, decía, “lo reconozco con sólo verlo. No sé si viene a chuparme la sangre, o a posarse en mi hombro como un hada”.

     “No temáis”, dijo el Quijote, lustrándose el óxido; “caballeros, caballeras”, saludó chirriando su sombrero. Y puso luego el escudo, y se lanzó con la espada hacia atrás nuestro, cayendo estrepitosamente del bote. Retomó, después, sin embargo:

     “Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete”.

     “Sin pretender agotar la infinidad de explicaciones que podemos dar acerca de la mutabilidad del texto, esa facultad de ir cambiando”, decía Peredo, ya con el libro en manos, “Zarathustra es un poema en prosa. De ahí que nos hable a todos y a ninguno. De ahí que unos entendamos blanco y otros negro. El lenguaje poético es un Mutante. Por eso este libro es un monstruo”.

     “Apropiado, Peredo”, decía Axat, pasándose la mano por la cara, y estrujándose la pera: “¡Y salute, ingenioso hidalgo! Pero, la realidad nos devora; o como prefieran decir (Oh, encauzarlo al tiempo verbal”), dijo luego, al ver al tiburón asomado, y a su mandíbula.

     “Qué extraordinario y hermoso; y, al mismo tiempo, qué espantoso”, se decía ahora, riéndose un poco de sí mismo. “Acá estoy, pues, cara a cara, con una posibilidad seria de muerte”.

     “Oh, ¿y si la realidad es un pájaro queriendo salir”, preguntaba Venturini, repentinamente inquieta, “de la imaginación, que es la boca (Oh, y vaya, qué preciosidad), de un gato amarillo?”.

     “De ningún modo”, dijo Schierloh, con la mano en la barba, poniéndose de pie, con disimulo. “La imaginación, sí”, decía, “es un vuelo grácil o forzoso. La realidad, aparentemente, nos tiene atrapados”.

     (Casi enseguida, sino momentáneamente, Peredo y Duizeide, cada cual a su modo, repetían en sus mentes, acaso la misma escena: los ojos saltados de Brody, el rostro enflaquecido de asombro, ante el tiburón de Spielberg.

     Pero Peredo recordaba, también, un libro de su infancia, de viajantes o náufragos en balsas, de un mar repleto de tiburones. “Qué extraño fenómeno”, se decía a sí mismo, “es el que oficia de reemplazo; en este caso, cambiar libros por tiburones”.

     Duizeide, por su parte, lo había vivido en carne propia, y recordaba sus cicatrices, una por una, velozmente, como una cascada en dominó. Y murmuraba, ferozmente: “La aventura literaria me mantiene vivo y esperanzado. Y sé”, decía, con sapiencia de capitán, algo utilitario, “cómo enfrentar al tiburón y matarlo”. Dejando en claro, por supuesto, “en el caso que sea necesario”.

     Duizeide buscó atrás arpones, anzuelos, naturalmente sin hallar nada. E irguiéndose como pudo, apuntó su rostro al suelo; acomodó, para tal propósito, el sombrero, y devino, por unos segundos, en manos atrás, en la cintura.

     Luego dijo, a sus compañeros y a sus compañeras, pero sobre todo al tiburón: “Largos días y noches tiramos de los remos mientras una ballena blanca nadaba libremente, ensanchando las aguas entre él y la venganza de Ahab”.

     “Las ramas salen del tronco; de ellas, las ramillas. Flor de laburo el de los árboles”, decía Dubín, dándole gracia el pleonasmo. “De igual modo”, continuaba, como más al grano, “en la producción literaria nacen los capítulos.

     Debo decirlo, aunque os parezca de perogrullo”.

     Igual que Peredo, Duizeide también recordaba un libro de su infancia, de esos que hay, tan comunes, de cuatro o cinco hojas:

     “Era sobre un tiburón”, decía, entusiasta, y bebía de un trago lo que le quedaba del whisky; “blanco y celeste, que hacía cosas de tiburón, siempre riéndose”. (El mismo Duizeide, en un estado sempiterno, agregaba al escualo, su propia sonrisa. Y continuaría luego sin abandonarla).

     “A mí me pareció, por entonces”, diría después, “percibir la injerencia humana de quien lo había dibujado, y llegué a la conclusión que, la misma, debía ser la de un compañero o la de una compañera”. (Schierloh, Peredo, Clode, Dubín, Brizuela, Murray, Flint, Venturini, Axat, Pallaoro y Raninqueo, apreciaban las palabras del compañero).

     “Aunque debo decir”, decía Duizeide, “todavía, sin embargo, era una idea vaga, ya andaba, ende; por cada remada se alzaba la arena enjambrada. OHHH”, dijo luego, recordando con brutalidad; “entre el mar y los médanos, yo también he sido un niño”

     “En ciertas ocasiones”, decía Flint, “nos ponemos sumamente tiernos y tiernas”. Y al ver, ya no a uno, sino, de pronto, a muchos, muchísimos, miles de tiburones, se rió estrepitosamente, y adujo:

     “Discúlpenme si tiemblo como una hoja. No es el viento. Oh, no es el viento”, decía, “el causante de este bosque agitado pero silencioso. En efecto, es este un mar repleto de tiburones. REPLETO, REPLETO”, decía, “REPLETO”)

     “Quiero”, decía Schierloh, improvisando, “y esto ayudaría a muchos y muchas, tener una varita mágica. (Oh, Feth, Oh, Mac Lir”, decía). Y ahora, además, se relamía. Axat se desencantó, y quiso contribuir: “Con una de esas”, decía, impresionado, “sería capaz de cualquier cosa. ¡Con un gran hechizo!”, decía, vociferando, “haría un mundo mejor”. “Yo no quiero un mundo mejor”, decía Raninqueo, secamente, cortando con tanta desfachatez, “eso me haría mejor a mí, y así me siento piola. Les diría, me animo a decirles, que como un animal, estoy haciendo el bien”, dijo entonces, también secamente, pomposamente, y se echó a reír a carcajadas. Duizeide los miraba y escuchaba, rascándose en todo momento el sombrero. Se sonreía; abría, entrecerraba los ojos; hacía todo tipo de gestos y aplaudía. Se divertía tanto que, notó luego, no pensó ni contempló lo que dijo: “Escribía junto a la ventana, a la vera del río. Iba amaneciendo, despejado; los grillos se silenciaron de pronto”. Dubín se sentía apesadumbrado. “De pronto, e imperceptible”, decía, “algo se rompe, y ya no somos los mismos, o lo que éramos. Queda la apariencia, esa gran metáfora”. “Pues”, dijo Murray, “que este paréntesis precioso y pesadillesco, sin embargo, no arruine el pasatiempo, compañeros. Ah, sí, Éirinn go Brach”, dijo, descamisándose. “Pero ahora esta balsa”, sentenciaba, “como el mar, repleto de tiburones, repleta de alegría”. “Más aquí, sin duda, que en el mar”, decía Brizuela, “hay espacio para el elixir”: “La poesía puede más que la muerte”, recordó luego, y “JAAAAAAAAAAAAAAAAAAA”, se rió, bebiendo de la botella de whisky. “Brizuela, por favor, no sé cómo tomarlo”, decía Venturini, sonriéndose; “no sé si retiene algo, o todo lo desperdicia en el suelo. Convengamos”, le decía, abrazándolo, aguantándose la risa, “que lo que bebe, al parecer no se queda en su estómago”. “Compañera, lo que ven”, decía este, “son efectos especiales. Fíjese que, en el camino, fortalezco mis huesos. Lo demás, empero, es abono para la balsa”. “Vaya”, dijo Clode. “Vaya, vaya. Venía notando yo pequeños cambios en la balsa”. “Lo mismo digo”, dijo Pallaoro: “¿No es eso un botón?”. “Sí”, dijo Clode. “Y eso un manubrio. Y esas velas”, decía luego, “como de alas de dragón”. “Hay una mezcla que, en tanto se intensifica”, decía Pallaoro, “como en una paella, se vuelve más interesante”. (Pallaoro miraba al cielo, olfateaba). “Sería extraordinario, digo, salirnos de los márgenes conocidos. Ah, qué peligroso. Pero no más, y acaso menos, que entre tiburones”, decía. “¿No sería eso que sugiere, compañero, como suele decirse, un exceso?”, preguntó Peredo, dándose cuenta, por cierto, que la cosa venía en serio. “Alguno o alguna, no lo sé, tal vez haya volado un avión, o un helicóptero, o un globo aerostático, ¿pero una balsa? Creo que deberíamos atender, por precaución, cierto conservadurismo”. “Ah, volaremos”, decía Flint, entre riendo y llorando, metiendo su pico en el vaso. “Hip”, hizo luego; “hip. Propongo q (hip), apretemos ese bo (hip), apretemos ese botón a ver qué (hip) sucede”.

     Lo que sucedió fue sorprendente para todos, pero esperado: la balsa se elevaba como una alfombra mágica. Más todavía cuando, con un paso arlequín, Duizeide se acomodó en la silla, sostuvo el manubrio y, ligeramente, lo empujó hacia abajo.

     “Esto es nuevo, hay que tener cuidado con la velocidad con que lo tomamos”, dijo, analítico. “Y con la altura, desde luego, o moriremos ahogados”. “Ah, el cielo y el mar”, decía entonces, con cara de telescopio, como abriendo una gran ventana, “se parecen mucho”.

     (“Imagínese el contexto”, decía Schierloh, “la balsa elevándose y, de pronto, se nos aparece Walsh. Esto lo digo ahora, usted es testigo de lo que le contamos:

     Por más que Walsh sabía que lo iban a disparar, y que estaba preparado para eso, una vez recibió el disparo, cualquier antesala quedó en ridículo; se sintió frustrado, y se propuso investigar y escribir, clandestinamente, sobre monstruos y monstruas.

     Pero es el momento que le cuento, compañero, lo que viene al caso”, le decía Schierloh. “Ya estando herido, dolorido, sin pensamientos, puro reflejo, pura adrenalina, Walsh estaba tirado en nuestra balsa, buscando aire, acomodándose los anteojos”.

     “Mire, cumpa”, dijo Dubín: “estaba ensangrentándose, como si un tiburón le hubiera arrancado un pedazo”.

     “Pero luego nos alegrábamos”, le contaba Raninqueo, y aludía a que el alma le había vuelto al cuerpo. (“Ohhhh, la luna”, parecía canturrearle, “qué hermosura, otra vez era luna llena. Küyen ñuque”, dijo luego, cual en un estribillo, con el mismo asombro; “Gealach Lán”, también con el mismo asombro. (“¡Yes, yes, yes!”, decía Clode). “Y Walsh se compuso”, le contaba ahora, al atónito: “Se puso de pie, entre los relámpagos; buscó su sombrero y encendió un pucho; aun la herida inagotable”.

     “La línea se ha vuelto indivisible; la gravedad cede”, “dijo luego Walsh, sin preocupación a la vista”, le contaba, ahora, Brizuela. “Y pidió un “whiscacho”, cosa que le causó sorpresa y gracia”.

     (Se sostenían, en el crepúsculo, de sogas, solo lo necesario: viajaban plácidamente, Duizeide, Schierloh, Peredo, Axat, Venturini, Murray, Dubín, Pallaoro, Flint, Clode, Brizuela, Walsh y Raninqueo, en silencio).

     “La sirena anunciaba el paso del Tamarisco, resonante e invisible”, se decía a sí mismo Murray, “como una ola que rompe en la orilla y se disuelve, pero traspasa la ventana.

     La arena absorbía el canto del barco, el viento lo dispersaba; quedaba”, se decía, feliz, “el olor del mar mezclándose con el Gran Valeria: un perfume impregnado, alucinatorio, inolvidable.

     Pronto será la hora de la cena”, se dice ahora, entreriéndose, al tiempo que rehoga la cebolla y hierve el arroz, y mira en la ventana, afectuosamente, un frasquito de azafrán.

     “Luego, meditabundo, sorbo un trago de vino y pito el cigarrillo. Me transmuto”, se dice. “Ya tengo una poesía en mente, y busco la birome y una hoja. Me digo, repitiéndomelos los versos”: “Lentes para miradas hacia el lado lunar, que a la nuestra se esconde”. “Y lo escribo, casi garabateándolo, guardándolo en un libro.

     “Mozart”, “me digo ahora, exclamando. Pongo un disco en la bandeja, y subo el volumen para que se escuche. Sólo aquí”, digo, contento de la veracidad, como de un ingenio. “Aquí dónde”, dice otro Murray, ambos confundiéndose. “Digo, es subjetivo”, decía Murray, riéndose, “pero sólo aquí, en casa, se escucha mejor. Ah, por cierto, he vuelto”.

     (“Lleva la pelota Messi, vuela; flirtea, driblea; el enmascarado Gvardiol lo sigue como una sombra”, dice el hombre de hielo; la emoción es grandísima.

     “Sigue Messi” (“SIGUE, SIGUE”, dice Flint), “al borde de la línea de cal, del corner, del abismo; y tira el centro atrás, a donde lo había ido a buscar Álvarez, su compañero (que ya había hecho el segundo emponchado como Kempes), y quien patea al arco y hace el gol”).

     El tiempo pasa, misterioso. En medio del silencio, con fundado presentimiento, Schierloh, Axat, Duizeide, Brizuela, Clode, Peredo, Dubín, Pallaoro, Murray, Flint, Venturini, Walsh y Raninqueo, escuchan un murmullo, cada vez más fuerte. “Las palabras son inentendibles”, dice Duizeide. “Dubín”, dice luego, como despertándolo.

     Dubín presta atención a la radio que, esta vez (“Oh”, dice Peredo, “autopoiesis”), se enciende sola, y recula tembloroso el dedo. “En otro contexto, esto pasaría por un mero cortocircuito, o algo así”, dice Schierloh, aguantando la respiración.

     (“Montiel apoya la pelota en el punto penal. Toma carrera. Toma aire, exhala; corre; y patea a un palo, lejos del alcance de Lloris, que se tira hacia el otro”, dice el hombre de hielo, quebrado; el relator invisible, el cronista estrellado en el espacio. “Y se saca la camiseta y, como un pañuelo, se la pone en su rostro”).

     Un “OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!!!”, interminable, “como una señal, recién llegada, de otro planeta”, metaforiza Pallaoro, acorde. “Partió, parece, desde todos lados”, dice Peredo, “como si el universo fuera una gran radio”.

     La balsa se sacude por la onda expansiva, es parte ya de la explosión. Y en donde hubo, entonces, una expectativa (“Oh, como si fuera de vida o muerte”, dice Duizeide), ahora hay lugar para saltos, gritos, abrazos. Schierloh grita desaforado: ¡”CAMPEONES DEL MUNDO, CAMPEONES DEL MUNDO!, colgado de una de las velas, como de un semáforo.

     “¿Messi?”, pregunta Borges. “No lo conozco. Disculpen mi ignorancia”. Y pronto se sonríe, uniéndose al festejo. (“Su rostro se contorsiona, algo incómodo”, dice Venturini. “Pero siempre está esa sonrisa alegre, única”, dice Clode, colgándosele del cuello al propio Borges, que luego “hizo como un gol (Uffffffffffffff”, hace Dubín, con la mano, con asombro), de carcajada”).

     “Y luego, la balsa siguió su rumbo”, diría Axat, como poniéndole, entonces, un corolario al acontecimiento: “entre las nubes; rayos de sol horizontales, lunares; relámpagos monstruosos, ardientes; la música del viento (Ohhh, tan diferente era)”, decía, recontento. “Y lo que iba a pasar después, vendría de ese costal”.

 

    

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