Los principales desafíos de 2020

Por: Carlos Leyba

En este año terminará una década cuyo balance final, que haremos el 31 de diciembre. Pero ya sabemos que sólo un milagro lo tornará económicamente positivo si entendemos por ello crecimiento, estabilidad, aumento de las exportaciones industriales, crecimiento del empleo y reducción significativa de la pobreza Lo heredado es demasiado pesado y tira para abajo los promedios.

Y además todos los pronósticos del 2020 nos señalan crecimiento nulo o escaso en el mejor de los casos y  tasa de inflación no menor a 40%.

Con esos datos es improbable que haya mejora sustantiva en el empleo o en la pobreza heredadas; y menos probable que se produzca la, desesperantemente necesaria, expansión del Producto Potencial.

Solo un cambio copernicano en la concepción y diseño de la política estructural, aplicadas durante ésta década, haría posible abrir las puertas de la Nación al Desarrollo.  ¿Lo estamos preparando?

Tenemos un gobierno nuevo que esta calificado para realizar una invitación movilizadora a todos los sectores políticos, a los intelectuales, a las Universidades para identificar las causas de los grandes desafíos postergados y las políticas que podrían resolverlos. ¿Lo están proponiendo?

También necesitamos una conversación política para mejorar el presente. Sin duda. Pero sin postergar las definiciones de largo plazo del país que deseamos. Tenemos que gobernar el presente, pero evitar ser gobernados por él. En términos habituales, necesitamos de una macro economía ordenada - cuentas públicas, externas, inflación, sistema de financiamiento, empleo – para que los engranajes del futuro no se traben en el intento.

Pero el compromiso de mejorar el presente no debe agotar la imaginación para diseñar el futuro. Detenernos en la introducción, en la limpieza del taller, no debe ser la traba que nos autoimponemos para ponernos en marcha. Hipólito Yrigoyen nos dijo “Todo taller de forja, es un mundo que se derrumba”. No podemos pretender que el silencio sea la condición necesaria para ejecutar el progreso. ¿Entonces, empezamos a trabajar el futuro?

Necesitamos poner todo en claro. Hacer el inventario de los recursos y de los problemas. Poner en orden, enlistar las prioridades. Repartir las cargas. Cualquiera que emprende un viaje lo hace.  

De eso se trata la conversación política que da lugar al consenso social. No es al revés.

No es cierto, como dicen algunos, que el único consenso posible sea acerca de las reglas. Veamos.

Por ejemplo la caja de cambios del vehículo es una regla. Pero es imposible avanzar si el próximo elegido decide poner marcha atrás o cambiar el rumbo.

Las reglas, por cierto imprescindibles, son insuficientes para formular un proyecto para detener la decadencia y construir una Nación.

Para lograrlo necesitamos de un Consenso sobre prioridades y orientaciones. Sí. Consenso sobre las reglas, la democracia y la república.

No hay democracia sin libertad y sin un camino firme hacia la igualdad de las oportunidades como primer paso hacia la igualdad de las realizaciones. Todos sabemos que esa dos banderas requieren la “fraternidad”, el acuerdo entusiasta sobre el proyecto de la Nación. Sobre la prospectiva de la Nación deseada.

Sin ese Consenso, sin ese plano de obra, no hay manera de que todos a la vez contribuyamos a esa edificación. ¿Lo tenemos claro?

Un Consenso se construye.

Para construirlo es imprescindible la amistad política, para darle “común” al sentido, eso es “consenso”. Lo más difícil por todos los prejuicios que hay que superar. Para lograr la amistad hay que arar terreno endurecido, sembrar semilla de concordia, fertilizar e invertir tiempo: eso es cultivar.

La política, los hombres de partido, los intelectuales de la política, hace años que han abandonado el pensar y dialogar sobre las prioridades de la Nación. No siempre fue así.

Pero hoy no son las propuestas políticas las que anuncian prioridades. En nuestra práctica, son las urgencias del presente las que establecen prioridades

Nadie duda que la pobreza, la mitad de los niños argentinos, es la primera prioridad interna. Tampoco nadie debería dudar que negociar los compromisos financieros externos es la primera prioridad, digamos, exterior.

El reciente Compromiso, firmado a sus instancias por el gobierno nacional, sectores empresarios y organizaciones sociales, ha reconocido que esas urgencias del presente son mandatorias.

Enorme paso adelante. Pero esas palabras deberían ser el nuevo lenguaje. ¿Lo es?

Pero con idéntica urgencia necesitamos “la definición del país que deseamos” para no ser gobernados por el presente.

Necesitamos alimentar la imaginación de todos y cada uno, para diseñar el futuro tan esquivo. Enlistar las prioridades, repartir las cargas. De eso se trata la conversación política.

Mejorar el presente no justifica no debatir el futuro. No tenemos consenso sobre el futuro ni sobre la manera de construirlo. Veamos.

En la reciente elección dos fuerzas representaron diferente modelización de la economía, trámite de la cuestión social y trama cultural.

El núcleo duro dominante en Juntos por el Cambio, portó ideas de una economía libre de mercado, plenamente abierta a la competencia externa, orientada a una “economía de servicios” y militante de una “sociedad de mercado” en la  que el Estado se resume a funciones administrativas.

A la manera de Alfonso El Sabio, dicen “hay cuestiones que el mercado ha resuelto y cuestiones que el mercado resolverá”. No es un proyecto monolítico pero el eje de su acción pasa por ahí.

Para esa visión, por ejemplo, la estructura industrial debe ser la que “el mercado”, abierto a la competencia internacional, establezca sin interferencias ni objetivos de otra índole.

Sin duda hay muchísimos miembros de esa coalición que no suscribirían que lo que he resumido sea “su programa”. Pero sus portavoces, las decisiones tomadas en el período de gobierno, recitan un discurso que puede resumirse así reconociendo acentos y matices discordantes. Tal vez son pocos los que comulgan con esos criterios, pero sí son los que han resultado dominantes. “Por sus frutos los conoceréis”.

Para el Frente de Todos la definición es más compleja y es difícil detectar un núcleo dominante si nos basamos en la trayectoria histórica porque todos vienen de vertientes antagónicas.

Hay allí dentro los que reivindican los valores de la guerrilla y el “socialismo por las armas”; y también militantes del menemismo que “desestatizó la economía”, regalando las “joyas de la abuela” y constituyendo el engendro de poder que es la hoy más vigorosa que nunca “oligarquía de los concesionarios”. Oligarquía cuyo ejercicio del lobby es hoy el principal obstáculo por sus interferencias de lobby para el ejercicio de una verdadera democracia.

Es imposible no recordar que durante el menemismo, muchos de los que hoy militan en el Frente contribuyeron con su silencio y su cobardía, a liquidar el sistema ferroviario argentino.

Una verdadera infamia que no tiene parangón en la historia mundial por ser realizada por los propios nacionales y no por las bombas del enemigo.

Pero no sólo se trató de una tropelía económica, demográfica y social, sino una manera de sepultar la tradición cultural e histórica que el peronismo, interpretada por su autor, reivindicaba. Cuando el General Perón estatizó los FFCC los llamó con los nombres de los forjadores de la Patria. Esos hombres y por cierto no sólo esos, trazaron los rumbos de nuestra a geografía política y económica. San Martín y Belgrano, Urquiza, Sarmiento, Roca y Mitre. Justamente entre las vertientes que hoy conforman el Frente son pocos los que reivindican a los próceres que Juan Domingo Perón reivindicó. Aquél peronismo fue un proyecto de incorporación del futuro y no de ruptura del pasado. Volvamos.

Los cargos legislativos y la estructura del Ejecutivo no revelan que esas fuentes históricas, las del “socialismo nacional por las armas” o las del “neoliberalismo por los dólares” sean hoy predominantes.

Si lo hubieran sido nos estarían obligando a hablar de posiciones extremas, ora de un neoliberalismo rampante, ora de un socialismo romántico de las remeras del Che. No.

Lo dominante en el Frente no pasa por ahí aunque, en sus raíces, haya vestigios de esas miradas.

Alberto Fernández que hoy conduce por voluntad de los ciudadanos, no es un adversario de la “economía de mercado”, tampoco de sus discursos surge la convicción de las bondades de una economía plenamente abierta a la competencia externa, ni orilla siquiera la visión de construir “una sociedad de mercado en la  que el Estado se resume en funciones administrativas”.

Fernández no comulga con estrategias inspiradas en  “cuestiones que el mercado ha resuelto y las que el mercado resolverá”.

Hay un abismo entre Fernández y el núcleo duro del PRO. Pero también son abismales sus distancias con aquellas raíces extremas del Frente que hemos mencionado.

Sin embargo no está clara la vocación de Alberto por definir “por fuera de mercado”, mediante precios sociales, la estructura industrial del país; ni tampoco está clara su idea acerca del paradigma dominante de la “economía de servicios”. Particularmente esta imprecisión propositiva es lo que más me preocupa, porque de esas convicciones depende la viabilidad de un proyecto transformador.

Este es un pantallazo de algunas ideas de las fuerzas políticas más votadas que no pretende, ni remotamente, resumir lo que divide el arco de pensamiento político del país.

Es apenas un trazo grueso, resumen arbitrario y extremo, de lo que motorizan ambas fuerzas que - sin duda - parten de concepciones harto diferentes.

Pero si las prioridades del presente, como lo señala el Compromiso firmado, son la pobreza y la deuda externa, entonces, para encontrar las fuentes desde donde esas desgracias brotan, hay dos debates imprescindibles y urgentes para poder atacar el mal en sus raíces.

Esos debates son acerca de  “re industrializar y re democratizar”. Nuestra Argentina es una en la que industria declina a paso acelerado y en la que la democracia sufre de enormes interferencias de poderes de lobby altamente concentrados que tuercen las decisiones del Bien Común.

Estamos en democracia desde 1983, pero se han señalado prácticas que la debilitan.

Por ejemplo, se crítica que en oportunidades el Parlamento, como consecuencia de una mayoría disciplinada, ha operado como una suerte de “escribanía” del Ejecutivo. Y es cierto. No pocas veces se han votado normas a libro cerrado que luego, aún para los defensores del espíritu de las mismas, han resultado contradictorias respecto del fin propuesto: la urgencia, golpear al adversario, siempre son malas consejeras.

También se señala que la administración de Justicia ha estado presionada por el Ejecutivo o viceversa. La mera sospecha de que esto ocurra es grave. Habla de debilidad institucional. Y el descomunal desprestigio social de la Justicia lo avala. Pocos creen que tiene los ojos tapados y que la balanza está destarada.

Pero hay otras prácticas, silenciadas, que traban la “orientación al Bien Común” y tienen consecuencias devastadoras. Veamos.

Cuando el Estado carece de un plan explícito y controlable, que si existiera garantizaría la ética de la acción; y cuando no dispone de organismos técnicos jerarquizados capaces de tramitar las decisiones, cuando no disponemos de una burocracia profesional experimentada en todos los niveles, nacional, provincial y municipal; en esas condiciones, el aparato estatal está sometido a las presiones de los lobby que promueven intereses particulares que, por esa debilidad de la democracia, no pueden ser contrastados con la lógica del Bien Común. Una democracia sin plan es débil.

La “desestatización” - en los ´90 - de bienes y servicios estratégicos y, fundamentalmente, el peso de las concesiones que el Estado otorga, ha conformado una poderosa estructura privada, con un poder que interfiere negativamente en decisiones de bien público. Hay muchos ejemplos; el negocio del juego o, según ha señalado Jorge Ossona (La Nación 30/12/19) un intelectual del PRO, la industria farmacéutica.

“Re democratizar” mecanismos de decisión política y en particular del Poder Ejecutivo, implica dotarlos de recursos y, esencialmente, definir estrategias básicas.

Pero el ejemplo más importante, por el peso del gas en la matriz energética, es el control de los costos de producción de gas y petróleo. Se trata de un sector controlado por muy pocos beneficiarios de los que jamás se habla y que gozan de un silencio colosal.

Es tan así que – lo grave es que sigue sin llamar la atención – un secretario de Energía declaró en el Parlamento que no conocía el costo del gas en boca de pozo en manos de concesionarios. Las reservas y la producción de esos recursos se conocen por declaración jurada de los concesionarios. Cuesta creerlo. Pero no el pueblo ¿no debería la Administración saber de qué se trata?

Un Estado sin información genera una política deformante.

Vamos al punto. Una prioridad de 2020 es reorganizar el Estado para que sea “inteligente” en un mundo en el que los intereses privados concentrados, disponen de recursos que presionan y alteran las definiciones públicas en función excluyente del interés privado.  

Por ejemplo, un Estado inteligente “habría visto venir” el lejano proceso de crecimiento de la pobreza y de endeudamiento y entonces podría haber hecho lo necesario para evitarlo antes que nos despeñáramos por la barranca de la decadencia.

Ese Estado podría haber descubierto que la pobreza y la deuda externa en progresión, serían la inevitable consecuencia, cronológicamente simultánea, de la desindustrialización puesta en marcha.

Se puso en marcha el proceso de desindustrialización con la violencia de la Dictadura Genocida y entonces comenzó el incremento de la pobreza y la rutina del endeudamiento externo. Desde entonces ningún gobierno dejó de contribuir a ese proceso, más allá de las declaraciones. Ninguno.

La desindustrialización (cada año que pasa es menor la participación de la industria en el PBI y en el empleo) ha convertido a la industria manufacturera de transformación en una mera “ensambladora”.

La consecuencia es que la “ensambladora” tiene “naturalmente” un déficit de comercio exterior de 30 mil millones de dólares al año cuando la economía no está acumulando, como ahora, recesiones. Apenas crecemos esa dependencia nos detiene.

Restricción externa es una manera de evadir llamar la desgracia por su nombre, no es un accidente, es la estrategia de la desindustrialización fomentada, por comisión u omisión, en los hechos por todos los gobiernos desde la Dictadura Genocida hasta acá.  

Ese déficit externo, que el resto de las actividades exportadoras con saldo positivo no compensa, genera un proceso de permanente endeudamiento.

La reducción del empleo industrial y su parcial sustitución por empleos de baja calidad reduce el nivel de ingreso promedio de la clase trabajadora, afecta el nivel de la demanda y produce un incremento del desempleo y de la pobreza que reduce – la falta de inversiones la profundiza – la capacidad contributiva y el Estado, al tiempo que pierde capacidad de captación de recursos “sanos”, se ve obligado a sostener las condiciones de vida de los sectores empobrecidos vía pagos de transferencias.

La desindustrialización genera un incremento del déficit y un aumento del endeudamiento externo para financiarlo.

Conclusión, es cierto, la pobreza y la deuda son el problema del presente.

Pero la causa de ambos problemas es el irracional proceso de desindustrialización. ¿Cómo evitar que se sigan reproduciendo sino terminamos con aquello que lo produce? No hay atajos.

Formular una política transformadora exige un Estado con inteligencia estratégica capaz de resistir a la presión de los lobby de la importación, del endeudamiento y de las concesiones. Son muy poderosas. Están en todos lados. Construyen un sentido común desde hace largo tiempo. No predominaron como hoy hasta que la Dictadura Genocida destruyó el proceso de mayor y más larga expansión de la economía argentina de los 30 años gloriosos.

Juan B. Justo, el socialista, sostenía los argumentos importadores y en contra de la industrialización en 1905; J.A. Martínez de Hoz, sostenía la solución a través de la deuda que destruía la industria atrasando el tipo de cambio en 1976; y Carlos Menem, junto con el atraso cambiario, predicaba en 1991 la “productividad” de las concesiones, privatizaciones y demás “reformas estructurales” que habrían de instalarnos en el Primer Mundo. Ideologías diferentes y el mismo programa: ser un país de consumidores.

El Consenso a construir en 2020 es para recomponer el sentido común de una reconstrucción de la democracia con un Estado inteligente y estratégico capaz de superar las presiones de los lobby y para re industrializar el país con una visión exportadora y progresiva.

Nada de eso será posible sin una vocación inversora de un país de productores. Acumular es la única vía para sostener derechos. No es lo que procura un país de consumidores que importa mas que lo que exporta y que multiplica trabajo aplicado a los servicios y deja de producir bienes transables. Un giro copernicano es el desafío de 2020.

  

 

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