Literatura desde casa: Yo, Roby

En esta sección te invitamos a publicar tus relatos, cuentos, cartas, poesías. Hoy presentamos el cuento de Peter Zwirner, "Yo, Roby".

Yo, Roby

Peter Zwirner



¡Ah, cuántas ventajas nos brindan las tecnologías, cuánto trabajo nos ahorran! Su difusión, su complejidad, su capacidad están creciendo en forma exponencial. La mayoría de las personas no se percata de lo vertiginoso que es este tipo de crecimiento, ni hablar de cuán desmesuradas pueden ser sus consecuencias. He aquí un ejemplo antiguo… 

Según una leyenda que debemos al poeta árabe as-Sabhādī, un sabio brahmán de nombre Sissa habría creado el ajedrez. Con este juego, y a modo de metáfora, quiso demostrar al tiránico y altivo rey hindú Shihram, que cualquier regente está perdido si no cuenta con el pleno apoyo de sus súbditos: Alfiles, caballos, torres, la dama y, sobre todo, los peones. Entusiasmado por este nuevo pasatiempo, el rey le ofrece a Sissa una recompensa: “Pídeme lo que quieras”. Con aparente modestia, el sabio le contesta: “Majestad, haced que me pongan un grano de trigo en el primer escaque, dos granos en el segundo, cuatro en el tercero, y así sucesivamente”. El regente se enfada cuando sus eruditos le informan que se necesitarían ¡más de 18 trillones de granos para cubrir las sesenta y cuatro casillas! Como no quiere perder su imagen, Shihram accede, pero con una condición: Sissa debe contar los granos a medida que se coloquen…

Al igual que otros escritores solterones, aborrezco la proverbial página vacía y las tareas domésticas. Más de una vez malgasté horas y horas tratando de idear ese comienzo genial para un nuevo cuento, y aun más veces —casi a diario— maldije la creciente pila de vajilla mugrienta que me amenazaba desde la pileta de la cocina. Para colmo de males, mi aspiradora autónoma marca Vorwerk había dejado de funcionar, lo cual no debía sorprender después de tres lustros de fiel servicio: Creo que la compré ahí por el 2016.

La perspectiva de barrer y mopear mis ochenta y pico metros cuadrados de piso cerámico —¡yo mismo, y a mano!— me colmaba de angustia, por más que solo fuese necesario de tanto en tanto. ¿No habría un dispositivo capaz de encargarse de este y otros balurdos? Según varios sitios de web, y según el vendedor en una tienda de enseres vecina, los robots domésticos avanzados “todavía tenían su precio”, pero si yo podía prescindir del aspecto humano… Podía, le dije, y que me importaban más que nada el precio, las prestaciones del robot y el espacio que ocuparía en modo de descanso. “Ah, entonces” me dijo el vendedor, “entonces tenemos algo hecho a medida para Ud.: ¡El X 827 de Cheil Robotics!”.

Una semana después, dos técnicos de Cheil descargaron una caja de sustanciales dimensiones en mi departamento. Tardaron apenas media hora en ensamblar el X 827. Este corría sobre ruedas, tenía un cuerpo cilíndrico, dos “brazos” muy flexibles y, en vez de una cabeza, una pantalla 3D. Podría elegir, si gustaba, entre varias facciones masculinas o femeninas que se desplegarían en esta pantalla, me explicaron los técnicos, y que algo similar valdría para la voz del artefacto. En vista de que cada mujer quien compartiera mi modesta vivienda, al final de cuentas me había crispado los nervios, me decidí por una configuración masculina. También decidí ponerle “Roby” a mi nuevo compañero eléctrico. Debían haberlo fabricado en Corea del Norte, a juzgar por su aspecto “minimalista”, por el color verde oliva y la postura casi militar. Pero no importaba.

Como trabajador, Roby resultó ser una maravilla. Lavaba platos, vasos y cubiertos, y los secaba con una corriente de aire cálida y silenciosa, dejándolos impecables. Enderezaba mis sábanas y frazadas todas las mañanas, y las cambiaba una vez por semana. Se encargaba de lavar, secar y planchar mi ropa, y, por supuesto, de barrer y mopear el piso. Controlaba las provisiones y las reponía cuando faltaban, comunicándose por la red, y en total silencio, con los servicios de delivery. Y como si todo ello fuese poco, los miles de recetas que guardaba en su memoria, le permitían cocinar como un verdadero chef. Sólo muy de vez en cuando me decía: “Mi amo, necesito recargar la batería. Por favor, permita que me retire” a lo cual siempre respondí: “Por supuesto, Roby, y que descanses”.


Roby, desde ya, no tenía nada de humano


Roby, desde ya, no tenía nada de humano, máxime que el rostro desplegado en su pantalla era bastante inexpresivo. Su manera imperturbable se asemejaba a la del mayordomo Stevens en la película “Lo que queda del día” cuyo remake había visto, con espléndidos avatares del desaparecido Anthony Hopkins y de la, ahora, anciana Emma Thompson en los papeles principales. Asimismo, recordé que, cuando éramos chicos, nos habíamos mofado de aquellos japoneses quienes se inclinaban en señal de gratitud ante una máquina vendedora después de que les expendiera un boleto de subte, pero ¿era tan distinta nuestra conducta frente a los bots? Sucede que, al parecer, tenemos una tendencia innata de tratarlos como congéneres o, al menos como mascotas, y de atribuirles emociones y sentimientos que, seguramente, no deben tener. Esto era lo que me sucedía con Roby.

Sus exteriorizaciones siempre eran muy corteses, su prestaciones irreprochables, pero con el correr de los meses noté en él —¿cómo decirlo?— una creciente tristeza, una especie de… de melancolía. Más de una vez pensé: “¿Qué te pasa, Roby? ¿No estás contento aquí?”, y de inmediato me reté: “Boludo, es una máquina nomás”. No obstante, el tema seguía obsesionándome. “¿Es posible —cavilé— que este bicho se haya hastiado de lo repetitivo de sus tareas, y que su inteligencia sea superior a la que estas requieren? ¿Acaso el pobre se opia?”. Tales preocupaciones hasta afectaban mi creatividad: Las ideas nuevas ya no querían brotar como antes, y las horas frente a esa maldita página Word en blanco parecían hacerse interminables. Durante una de esas horas sucedió algo inesperado: A mis espaldas oí un leve carraspeo: Era Roby, tratando de captar mi atención. 

—Mi amo —dijo—, ¿me permitiría hacerle una pregunta, si es que no lo considera impertinencia?.

—En absoluto. Preguntá nomás —le contesté.

—Mi amo, lo noto ensimismado, y hasta melancólico. ¿Hay algo en que lo pueda ayudar?

—Ay, Roby, no creo. Salvo que sepas contar cuentos.

—Oh, sí, mi amo. ¿Qué tipo de cuentos? ¿En primera persona? ¿En tercera? ¿Algo del pasado? ¿Acaso del futuro? Considere Ud., mi amo, que estoy conectado con todo el mundo, y que puedo acceder a millones de archivos. Ideas, creo, no me faltan.

—Bueno, Roby, si es así ¿por qué no empezás a teclear?

—No es necesario, mi amo. Ya me conecté en forma inalámbrica con su sistema….

Y en mi pantalla aparecieron las siguientes líneas:

¡Ah, cuántas ventajas nos brindan las tecnologías, cuánto trabajo nos ahorran! Su difusión, su complejidad, su capacidad están creciendo en forma exponencial. La mayoría de las personas no se percata de lo vertiginoso que es este tipo de crecimiento, ni hablar de cuán desmesuradas pueden ser sus consecuencias. He aquí un ejemplo antiguo… 


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