Literatura desde casa: La ley de la vida

En esta sección te invitamos a publicar tus relatos, cuentos, cartas, poesías. Hoy presentamos el cuento de María Fernanda Rey, "La ley de la vida".

La ley de la vida

Por Fernanda Rey



Susana se dio cuenta del viento ni bien asomó la nariz a la calle. Dudó un segundo entre hacerle caso a su experiencia o al pronosticador del noticiero, que había afirmado que serían pequeñas ráfagas, nada más, pasajeras e inofensivas. Pero hizo lo que hacemos todos: le creyó a la televisión. Y salió al banco, así como estaba, porque ese día pagaban la jubilación.

Pero no había hecho ni media cuadra que tuvo que volver para cambiarse de ropa: el viento se le metía por debajo de la blusa, le inflaba la pollera con tierra, y Susana sentía que la estaba dejando desnuda. ¡Con lo que le costaba caminar los días de verano! Un pasito tras otro, como si estuviera adivinando las pisadas o comprobando la solidez del suelo; comparación injusta esta porque lo que carecía de solidez no era el suelo, precisamente. Protestando en silencio contra su mala puntería y contra el pronosticador, se cambió la pollera por unos pantalones veraniegos y la camisa suelta por una más ajustada, se ató el pelo en un rodete tirante y, antes de abrir la puerta, aún con la mano en el picaporte, le dijo: «Yo sé que esto a vos no te gusta, pero hoy no nos queda otra. Portate bien, por favor». Y volvió a salir a la calle.

Cuando pasó por el muro alto de la casa de sus vecinos, trató de ignorarla. Estaba enojada con ella. En los últimos tiempos, se había vuelto desobediente y peleadora. Adolescente. Si Susana usaba sombrero, ella prefería salir con las mechas libres y voladoras. Si usaba sus zapatitos negros, esos que le iban con todo, ella prefería salir en zapatillas. Ni hablar de cuando la hacía quedar como la mona en cualquier reunión, cuando Susana optaba por las sillas más cómodas para descansar sus piernas varicosas (y desde las que podía llegar a la taza de té y a las masas con solo estirar un poco el brazo), y la muy rebelde se quedaba parada detrás de ella haciendo morisquetas y burlándose de todos. Sus amigos varias veces le habían recriminado sobre el comportamiento de su compañera. «Es una maleducada, no puede ser que haga lo que quiera», le decían, mientras se ufanaban de sus sombras disciplinadas y modositas. Pero Susana ya no sabía qué hacer, cómo tratarla para que la obedeciera.


Si Susana usaba sombrero, ella prefería salir con las mechas libres y voladoras.

Si usaba sus zapatitos negros, esos que le iban con todo, ella prefería salir en zapatillas.


Al principio, había probado con palabras cariñosas y convincentes; más tarde, con llantos y pedidos desconsolados. Últimamente, se había valido de retos y palabras duras, la había dejado oscura e invisible por días y hasta había estado saliendo a la calle solo cuando el sol estaba más alto, para que de ella solo quedara un charquito deforme y mediocre bajo su pisada. Y así la había tenido durante casi un mes, en penitencia. Pero ese día debía ir al banco a cobrar la jubilación y no tenía más alternativa que salir temprano.

Esa mañana, mientras desayunaba frente a la luz improvisada de un velador, la había buscado para hacer las paces y convencerla de que se portara bien. «Es un ratito, mientras estamos en el banco. Después volvemos y hacés lo que quieras. ¡Por favor!», le había suplicado. Susana creyó ver en su sombra un signo de acuerdo; hizo la señal de la cruz mirando el techo y se reservó una esperanza.

Susana caminaba y apuraba el bastón; el banco abriría pronto. Odiaba llegar tarde porque se llenaba de gente. Pero no tanto por la espera en sí, sino por el espectáculo que solía dar su sombra cuando se aburría. La última vez que había ido a cobrar, la había encontrado detrás de un cajero automático, a los besos y arrumacos con otra. Una barbaridad. El compañero de la otra sombra, un señor muy derechito y correcto, hasta le había pedido perdón. ¡A ella! ¡Si hubiera sabido, el pobre hombre, quién había sido, seguramente, la culpable!

Por eso ahora trataba de ignorar la pared del vecino, sobre la que se desperezaba el sol mañanero. Pero es difícil resistirse a la curiosidad. En un impulso, giró la cabeza, y la vio: su sombra adolescente, al fin libre, hacía malabares con el bastón, lo lanzaba al cielo y lo volvía atrapar, lo giraba con velocidad y lo pasaba de mano en mano, mientras saltaba y bailaba como loca contra la pared del vecino. La pollera cortísima se le levantaba con el viento y no le importaba que se vieran las piernas y hasta parte de la cola. El pelo suelto se le venía a la cara y ella lo dejaba volar, largo y desbocado.



«¿En qué quedamos?», le gritó Susana, más con resignación que con enojo, y hasta con un poco de vergüenza por el espectáculo que le estaba brindando a doña Margarita, su vecina de enfrente, que tenía la fea costumbre de controlar todo lo que pasaba en su calle por los resquicios de la persiana y que, seguro, estaba meneando la cabeza con desaprobación, mientras observaba satisfecha a su sombra, dócil y quieta, sentada a su lado.

Entonces, el viento. A Susana no le afectó demasiado porque, precavida como era, se había puesto la ropa adecuada; aunque es cierto que sintió un cierto cosquilleo y alivio, como cuando uno se quita de los hombros un sobretodo demasiado pesado. Pero a su compañera le voló tres dedos de la mano derecha, media pollera y una oreja. La pobre, desesperada, manoteó el aire para atraparlos, pero sus pedazos salieron volando (¡tan sutil es la libertad!), flotaron de pared en pared, y se perdieron para siempre en la esquina. Resignada, bajó la cabeza, se trenzó el pelo con los dedos que le quedaban, el pecho se le infló en un suspiro mudo y se amoldó a la forma de su compañera: engordó un poco, se encorvó y apoyó el ahora aburrido bastón en el piso.

A Susana le dio vergüenza admitirlo, pero un poco sonrió. Después, juntas y sincronizadas, caminaron unos metros más, siguiendo la cadencia una de la otra. Y no habían andado más que un par de metros cuando una nueva ráfaga le llevó a la sombra medio brazo y la nariz. Ella trató de atraparlos, pero no pudo: demasiado veloz era el viento y demasiado ligeros sus pedazos. Luego se dio vuelta y quiso escapar y correr hacia la casa que ambas compartían, pero el viento siguió desgajándola, trocito a trocito. Entonces, se sentó, flexionó las rodillas contra el pecho y escondió la cara entre las manos.


Ella trató de atraparlos, pero no pudo: demasiado veloz era el viento y demasiado ligeros sus pedazos.


«Bueno, ¿y qué hacemos? Yo tengo que ir al banco y vos no podés quedarte acá sola», le dijo, pero lo que quedaba de su sombra, un mancha irregular y temblorosa, se empecinó en seguir sentada y lamentándose, mientras el viento serrano la deshacía con perseverancia. En unos minutos, de ella ya no quedó nada. Nada: Susana se quedó sin un mísero puntito de sombra y sin saber qué hacer con esta situación absolutamente nueva que se le presentaba. La verdad era que su compañera últimamente era un incordio y estaba segura de que iba a estar mucho mejor sin ella, pero ¿qué iba a pensar la gente? Una mujer sin sombra era una mujer incompleta, que seguro había hecho algo mal en la vida para estar así de sola. Miró el reloj: ya casi eran las nueve y media, se le hacía tarde y el problema no tenía remedio.  «Es la ley de la vida», pensó, con un poco de lástima. Afirmó el bastón en el piso y siguió caminando.



Susana se acostumbró rápido a estar sola y, ciertamente, empezó a disfrutar de ciertas cosas que antes no podía: de vestirse como se le daba la gana, de salir sin tener en cuenta la posición del sol, de ignorar la mirada desaprobadora de doña Margarita y de sentarse cómodamente en donde quisiera a la hora que quisiera, sin estar pendiente de ningún movimiento a sus espaldas ni de ningún espectáculo detrás de un cajero.

Una tarde, no hace mucho, estaba tomando mate y mirando los gorriones que se acercaban a su jardín, cuando tres sombras se separaron de sus respectivos pájaros y la saludaron con sus alitas felices y livianas. Susana las reconoció enseguida, ¿cómo no iba a hacerlo si podía distinguir reflejos de sus rasgos en las plumas despeinadas, en la agudeza de un pico o en el perfil de un par de ojos inquietos, que la buscaban con esa mezcla de respeto y necesidad que tiene el amor filial?

Por eso, ahora ya no le importa qué piensan doña Margarita o sus amigos intolerantes. Ahora, Susana desmigaja pan en el jardín y espera a su compañera para pasar la tarde juntas. Cuando ella quiere, cuando ella tiene ganas de ir a visitarla. Se sabe que las sombras vuelan alto. Y es la ley de la vida.


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