Literatura desde casa: Dormir en el cielo

En esta sección te invitamos a publicar tus relatos, cuentos, cartas, poesías. Hoy presentamos el cuento de Isaí Guarneros Revueltas, "Dormir en el cielo".

Dormir en el cielo

Isaí Guarneros Revueltas





“Débilmente,

reza en el sol

un poco de silencio”.

Antonia Pozzi


El cuerpo fue el principio y el verbo le siguió. La carne es la materia que hace existente a Citlali. El cabello negro llegando hasta sus hombros, son ríos que se entrecruzan y luchan por llegar al mar, al vientre marino de su cuerpo de la costa. La mujer está acostada, soñando con la marea de su pueblo en Veracruz. El verbo inyecta sentido a las cosas, pero su pueblo, las olas y su casa existen sin palabras. Ella siempre ha creído eso. La humanidad piensa que su lengua da existencia al mundo. El universo no necesita de lengua ni de alguien que lo nombre. Ha existido antes que la guerra entre sexos y las desigualdades humanas. Nada ha cambiado en su extensa planicie, su expansión continua sin humanos o con ellos en la Tierra.
 Las turbulencias del avión desprenden golpes contra los pensamientos de Citlali y su cuerpo salta, tieso por el miedo. 


Veinte años volaron desde que partió de San Juan. 


Subió a esa bestia de acero que muele los rieles con su paso, adornando al suelo infértil de sangre y huesos. Una lucha por sobrevivir y llegar a Nueva York. Violadores, feminicidas, estafadores con saliva escurriendo de sus bocas asechando. Su llegada a ese país de una lengua ajena a su mundo fue por un territorio que había pertenecido a México, o eso es lo que leyó en la escuela. Pedazos de tierra perdidos en una guerra de David contra Goliat, el problema fue que la biblia nunca mencionó al pueblo latinoamericano y el gigante aplastó al ejército heredero de un país de muertos enterrando a sus muertos.
“Fucking mexican. Go back to your country. Bitch” fueron las primeras palabras que sus oídos comprendieron de la lengua inglesa. Sus lágrimas cayeron como planetas perdidos de su centro gravitacional. Trabajando en lo que mujeres y hombres blancos no se emplean. Citlali con sus piernas cansadas y su mente moribunda logró llegar a Nueva York, donde estaba asentada una de las comunidades más grandes de mexicanos en Estados Unidos. Cinco años duró su viaje, superando al pueblo de Moisés, cruzando toda una nación de la estafa, la traición y el crimen, sólo para alcanzar el sueño de tener suficiente dinero para sobrevivir.

En Nueva York logró ser contratada como intendente de un hospital, ocho horas y luego dedicaba dos horas extra como repartidora de comida. La mayoría del dinero lo enviaba a San Juan, donde su hija crecía a lado de su abuela. Citlali siempre había querido tener una hija poeta, ese dinero es la fuente para que los sueños artísticos den vida a San Juan. Un pueblo de desaparecidos y mujeres prostituidas en los callejones, violadas noche tras noche por los falos enfermos de gonorrea y semen lleno de sífilis.

El cielo estrellado se filtra por las ventanas de la aeronave y los recuerdos, las cicatrices de veinte años arrullan el cansancio de Citlali. Años sin abrazar a su hija, sin sentir la piel arrugada y los cabellos canosos de su madre. 


Duerme en el cielo. 


Cruza en avión los parajes que sus pies pisaron. La arena, la tierra, los vidrios y el pavimiento ardiente donde su sudor cayó. Recuerda su vida antes de partir, a ese novio tímido del que se enamoró en San Juan. Una noche llena de mosquitos y recostados en una hamaca, leyeron un cuento de un capitán nostálgico que recordaba la última vez que durmió en tierra con la mujer que amó. Tristemente el barco naufragó y un niño desconocido arribó a la costa con un salvavidas de la tripulación perdida. Después de ello, Citlali y Jeremías hundieron sus lenguas en sus bocas y la arena presenció las gotas del placer. La humedad que surgió de esa singularidad del espacio-tiempo los hizo comprender que el alma sólo es una modalidad de la materia.

El parto, la sangre de la Coatlicue corriendo entre sus piernas y la vida de una niña viendo la oscuridad del mundo fue su victoria contra la nada. Citlali comprendió entre el cansancio, el dolor y las sombras de las enfermeras que la vida se abría como una Hidra y Hércules nunca había nacido. Al nacer su hija, Citlali ya era viuda, aunque el término no encaja porque Jeremías nunca fue su marido. El pescador partió a la mar como en una novela escrita en el caribe y jamás regresó, al igual que aquel capitán del cuento de la noche en la que el amor fue una canción, un tarareo de dos cuerpos desnudos.
Los movimientos bruscos de la aeronave aterrizando en la ciudad de México la hacen sentir de nuevo en su patria, en la herida que la movió a dar ese paso hacia Nueva York. 


Las luces de los edificios y los automóviles recorriendo las calles pintan a una ciudad desconocida.


La última vez que estuvo en la capital del ombligo de la luna fue cuando tenía quince años, hoy, con sus cuarenta y cinco no recuerda que la ciudad fuera tan extensa y la ciudad, ciertamente, no la reconoce a ella.

La segunda máquina que abordó junto a otros paisanos que venían de regreso no tenía alas, sólo unas llantas enormes. Las curvas del viaje hacen chocar su cuerpo contra las paredes. Los volcanes dibujándose por el camino y el viaje cruzando el estado de Puebla, haciendo algunas paradas para que algunos de los pasajeros sean destinados a su hogar. El calor derrite la piel seca del chofer de la máquina y las gotas de sudor salifican su piel morena, anunciando el arribo a Veracruz.

-Recuerda lavarte las manos, usar cubrebocas y si es posible, quédate en casa. -Suena una voz sintonizada en la radio de la máquina.
Al llegar al puerto de San Juan, Citlali subió apoyada por dos hombres a una camioneta que la dirige a su hogar, a esa casita que con las remesas fue pintada de colores, azules, amarillos y naranjas que dieron vida a ese hogar. Mientras el camino la mece, en el cielo se dibuja el silencio del sol, la sangre de las guerreras victoriosas contra la noche son los rayos del astro. El ruido del motor parece desaparecer, el secreto de la luz alumbra los tejados de las casas y la costa, aquella que vio nacer a Citlali, al amor entre ella y Jeremías, y a su niña, Omega.

El cielo se pinta de pájaros cantando a las risas de los enamorados. El oleaje condenando a ser agua del abismo se rebela e intenta llegar a las costas, besándolas por un tiempo, uno, dos, tres segundos que se vuelven números y la ola castigada regresa al abismo, esperanzada a que una hermana culmine la rebelión del mar. San Juan ha cambiado y su pueblo ya es más una ciudad que ese pueblo del dios de la lluvia, aquel bautista que batía con aguaceros tras corazones de maíces alzados al cielo.


La camioneta se estaciona en la banqueta donde Citlali besó por primera vez a Jeremías. 


Y en la puerta de la casa de colores están su madre, sus hermanas y su hija, alta como ella y con las ojeras de su padre. Omega suelta un grito, muy parecido al de la emoción, pero su quebranto se confunde. Ayudada por dos hombres, Citlali logra bajar de la camioneta, lleva unas flores marchitas por el calor. Veinte años han pasado. Omega llega a lado de ella y se abalanza sobre la caja que la tiene encerrada.

-Mamita, mamá, ya estás en casa.







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