La librería: ¡Felicidades! de Juan José Becerra

Entrar a una librería y preguntarse: ¿Qué leo? ya no es un problema. Acá te pasamos información de lo más destacado de la industria editorial argentina.

Confieso que no había leído nada de Juan José Becerra. Elegí ¡Felicidades! porque me cautivaron su tapa y su título. ¿Qué significaba ese collage de un Cortázar travolteano en plena pista de baile? ¿Y ese título? No me resistí. Me lo llevé.

La novela, editada en mayo de este año por Seix Barral, cuenta, a grandes rasgos, la crisis vital de su protagonista: Andrés Guerrero, un curador de arte de unos 50 años al que le encargan la curaduría de una muestra sobre Cortázar en el Museo Nacional de Bellas Artes. (Perlita biográfica: Becerra hizo la curaduría de la muestra de Cortázar en el Museo Nacional de Bellas Artes en 2014, con motivo del centenario del natalicio del autor). 


Narrada en primera persona, ¡Felicidades! está estructurada en dos partes: “Ida” y “Vuelta” (muy Martín Fierro todo).

La “Ida” cuenta el viaje de Guerrero y el equipo de producción de la muestra tras los pasos de Cortázar por Europa. En ese estado de suspensión de la realidad que son los viajes, ese stand by de la vida cotidiana, Andrés “descubre” a Magdalena, la hija de su mejor amigo y de su amor platónico, una especie de “sobrina” a la que vio crecer, e inician una apasionada y desesperada relación.

En esos espacios idílicos, la figura de Cortázar, tan sacralizada por sus lectores, es satirizada al extremo. Podría decir que el narrador le hace bullying a Cortázar y no exagero: lo trata de snob, de provinciano, cuestiona sus elecciones, habla sobre su sexualidad, caracteriza a su literatura como “obra infantiloide”, etcétera. Se pone en esa posición tan reconocible del intelectual que no tolera la popularidad de los autores sino que reivindica a los “malditos”, las “joyas de la literatura” que solo ellos conocen.  

Andrés experimenta una suerte de cambio de personalidad, una vuelta a lo crudo, al decir sin pensar, al descubrirse como si fuera un desconocido para sí mismo. Pero nada es feliz por demasiado tiempo. Hay que volver.

“La vuelta” es una especie de descenso a los infiernos, círculo por círculo. No voy a negar que aún en los momentos de éxtasis había algo autodestructivo en el protagonista. Esa vorágine de sentimientos y pasiones no podía ser inocua. En el momento de mayor intensidad es cuando su pulsión de verdad aflora en todo su esplendor y, una vez de vuelta a la “vida real”, se convierte en una bola de nieve gigante que arrastra y termina destrozando todo a su alrededor.

Guerrero descubre que puede decir lo que realmente piensa, sin inhibiciones, ni delicadeza. Hace lo que todos y todas alguna vez soñamos pero, por el solo hecho de vivir en sociedad, no nos permitimos.

Esa deriva catastrófica, consecuencia de su nueva “forma de ser”, más cercano al cinismo que a la honestidad, lo aísla y la caída parece no encontrar el fondo.   

Lo único que se mantiene intacto es Samurai, el dueño del bar ¡Felicidades! e íntimo amigo de Guerrero. Una especie de cliché de rock star reventado, que vive en el sótano de su boliche. Un “filósofo de la vida”, extremadamente sensible e imposibilitado para relacionarse con los demás.  Ahí se refugia el protagonista. Y es con él con el que inicia una etapa de autodescubrimiento que empieza y culmina con una incipiente secta en la que él es el líder espiritual.

¿Cómo se vuelve después de semejante experiencia? Es fácil, no se vuelve. El espiral no se detiene. Hay que reinventarse.

¡Felicidades! tiene momentos impecables, mucho humor (hubo situaciones en los que largué una carcajada), guiños al lector, una puesta en cuestión de la creación literaria, escenas dolorosísimas, y un lenguaje sumamente provocador. Es una novela cínica y vertiginosa. Es también la persecución desesperada del último amor de juventud, esa clase de amor del que se sabe no se va a salir ileso. Es autodestrucción y, de alguna manera, redención.

Diarios Argentinos