La lección de Macron

Por: Carlos Leyba

"En Sudamérica somos todos descendientes de europeos", lo dijo Mauricio Macri, que es hijo de un inmigrante italiano que llegó al país en la gran inmigración de la década del 40. Sin ninguna duda él es descendiente de europeos y, como muchos otros argentinos, tiene el derecho de sangre, la Argentina lo permite, de tener la nacionalidad italiana. Es un hecho. Para Macri, esa generalización groseramente equivocada era un buen argumento para empujar el acuerdo del Mercosur con la Unión Europea.

Es más que obvio que haber dicho "Sudamérica", asimilando a nuestro país con el resto de los países del subcontinente, es ignorar que la política de inmigración de la Argentina, a partir de 1870, nada tuvo que ver con los flujos migratorios en el resto del subcontinente. Por ejemplo, en el Perú.

La inmigración llegó a nuestro país, generoso y en vigoroso progreso, que abrió sus puertas y que atrajo, por las oportunidades que brindaba, a quienes carecían de ellas en los países de origen. Llegaban a un país joven. Pero en capacidad de acogerlos. Esto generalmente se olvida. Era un país pujante. Lo era claramente a fines del siglo XIX y a principios del siglo XX, y también lo era a la salida de la Segunda Guerra Mundial.

Es cierto que una parte de los argentinos está en la misma condición de Macri; y aún muchos, que se distancian de sus ancestros europeos dos o tres generaciones, sienten esa misma ascendencia europea que Mauricio reivindica con derecho y propiedad para sí. Pero de ninguna manera lo es para tal vez mucho más de la mitad de los argentinos que no está en esa condición.

En primer lugar, más allá del número, están los que aún conservan la dominancia de la genética aborigen, que no son precisamente los mapuches, y la multitud de los mestizos de la conquista española, los indianos y de los hijos de la colonia, los criollos que pueblan el territorio. Ninguno de ellos se considera, ni podría considerarse descendiente de europeos. Origen diferente y siglos de distancia para los que vienen de la conquista y la colonia.

Por si hubiera dudas, además de que simplemente caminando por la calle vemos la geografía del pasado, la UBA determinó que la mitad de los habitantes del país son portadores de genes aborígenes. Y además es obvio que los descendientes, por ejemplo, de libaneses y sirios no son europeos, y ellos no son precisamente pocos. Entre ellos, la mismísima señora del Presidente; y además un ex Presidente en el que será difícil encontrar un ADN europeo, si es que, cuando decimos "europeo", queremos decir algo preciso.

La desafortunada expresión de Octavio Paz: "Los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos de los incas, y los argentinos de los barcos", borró de la cabeza de muchos compatriotas lo que no pudieron borrar de las realidades tangibles que, como dice el poeta Antonio Esteban Agüero, distinguen al hombre por la entonación de la palabra, "este perfil oral, esta campana, este mágico son que nos describe, esta flor en la voz: nuestra tonada". O que, contradiciendo a Paz, no olvidamos a los abuelos hablando quechua o guaraní, o toda la toponimia del noroeste en aquella lengua, o la araucana en el sur, que llevó a Juan Manuel de Rosas y, cien años después, a Juan Perón a producir diccionarios araucanos, o todo el noreste argentino pleno de la musicalidad cultural del guaraní.

Sin duda Latinoamérica se alimenta de la tradición cultural europea y del tronco occidental, pero es imposible describirla sin afirmar todo lo que ha recibido de las culturas aborígenes y de la impronta de la geografía americana. Para ponerlo más claro, Carlos Fuentes, por ejemplo, dijo "Cien años de soledad es El Quijote americano". Una cultura que ha parido sus hijos con otra identidad madura. Tenemos, en Sudamérica, nuestro Quijote, que es una manera de decir que somos otra cosa, no europeos. Eso somos.

Más allá del error con todo lo que implica, Macri dijo: "Yo creo que la asociación entre el Mercosur y la Unión Europea es natural porque en Sudamérica somos todos descendientes de europeos". En primer lugar, esa naturalidad de una asociación de libre comercio necesita una explicación adicional. Debe haber pocas cosas "naturales" que necesiten de un tratado.

Pero resulta más extraño que el fundamento de esa naturaleza sea el origen de la población, suponiendo que lo dicho sea cierto, sobre todo cuando, por ejemplo, Inglaterra, que sin duda es Europa, ha decidido salir de la Unión Europea. Digamos que aun si fuésemos no descendientes, sino europeos a plenitud, tampoco parecería ser natural asociarse por esas razones. Debe haber causado sorpresa en los oídos del presidente Emmanuel Macron tamaño entusiasmo. Macron es un hombre culto.

Macri apostó, además, con muy bajo nivel de información o información falsa, a que en Europa lo estaban esperando para apuntalar el acuerdo de libre comercio Mercosur-Unión Europea. ¿Lo orientaban noticias falsas de su equipo tan orientado por las redes sociales? Justamente pocos días antes de la reunión con Macri, el presidente Emmanuel Macron había propuesto una ley para enfrentar las noticias falsas, al igual que Alemania, Gran Bretaña y el propio Papa, quien las condenó abiertamente como obra del diablo. Esas noticias falsas son propias de la cultura de los medios electrónicos y han demostrado que embarran la cancha cuando no se hacen los deberes. Cultura electrónica.

Es por eso que, como dice Benito Riaboi: "Quizás el Gobierno podría empezar por darles licencia a la improvisación y los improvisadores". Por eso, a pesar del entusiasmo, del tipo "no desperdiciar esta oportunidad, porque sería darle un salto adicional a esa integración, a esa comunicación, a esa historia, a esa afinidad cultural" de las declaraciones de Macri, el presidente Macron, refiriéndose a las cuotas de carne que la Argentina pretende, le contestó que Francia no lo puede aceptar a riesgo de "desestabilizar ese sector de excelencia" de la economía francesa. Clarito. No son las cuestiones de identidades genéticas ("somos, venimos, descendemos") ni de oportunidades, sino las de concretos intereses de los productores, por ejemplo, franceses, las que interesan en un proceso de libre comercio.

Francia y Europa quieren exportar industria, pero no a costa de su sector agrario y es más, como dice Riaboi, los organismos genéticamente modificados (complejo sojero, maicero) corren el riesgo de ser prohibidos por el Europarlamento, y entonces, dice Riaboi, sería un disparate acordar con la Unión Europea en un escenario que "convierta a la agricultura en el pato de la boda". Todo para perder.

Esto respecto de la última etapa de la gira europea vinculada con el acuerdo Mercosur-Unión Europea en el que Macri estima "su inserción en el mundo", pero en Davos fue justamente enfático en aquello que en el final de la gira se podría convertir en un boomerang.

El Presidente, en Davos, además de describir lo que él entiende como un éxito de sus políticas (más entusiasmo que objetividad) e inventariar nuestra disponibilidad de recursos naturales, lanzó una invitación a los empresarios para que inviertan, en la Argentina, a fin de, esencialmente, explotar nuestro sector primario y también participar en las obras de infraestructura y turismo. ¿Después de escuchar a Macron vendrán por la carne para exportar y después de la cuestión de los OGM, por la soja? Tachando el cartón. ¿Qué intercambio?

Mauricio expresó allí su convicción programática: desarrollar la economía y la sociedad, para él, es esencialmente incrementar las inversiones destinadas a la explotación de nuestros recursos naturales. Es el mismo discurso dominante en los últimos 40 años, más allá de las declamaciones K, cuyo fracaso está demostrado por el escándalo deficitario de nuestra balanza comercial industrial y sus consecuencias de "economía para la deuda". Ejemplo actual, importamos el 70% de los automotores vendidos en 2017 y, del 30% restante, la mayoría de las partes que los integran son importadas.

La visión de Macri, que es la opción por la primarización, compartida por los formadores de opinión, exalta el supuesto de que el progreso de la Argentina de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX se habría basado en el desarrollo excluyente de granos y carne, y que ese hubiera sido el "pensamiento único" de aquellos hombres. Importa aclararlo porque el alegato histórico, falso, se utiliza para fundamentar una propuesta de futuro equivocada. Por lo menos aquellos hombres no apostaban a crecer solo por eso.

Por un lado, Carlos Pellegrini acuñó el lema: "Sin industria no hay nación". Esa afirmación es cantera inagotable y verdad de una vigencia extraordinaria. Quizá la prueba más contundente de su vigor es que cien años después, sin estructura industrial exportadora, no hemos constituido aún una verdadera nación. ¿Por qué? Más del 30% de los habitantes están excluidos del presente y, por ahora, condenados a un futuro igual o peor. Gran parte del territorio está vacío, abandonado en enorme proporción, ahora con el riesgo de convertirse en un damero de enclaves.

Los que cohabitamos el territorio ocupado y que nos sentimos incluidos no solo no tenemos un proyecto de vida en común, sino que estamos ante el abismo de una grieta que se ensancha y que ahora el pensamiento oficialista lo incluye al papa Francisco. El desarrollo industrial, obviamente, no produce mágicamente un cambio tal que por lograrlo pasemos a ser nación. Pero sin desarrollo industrial, que es la transformación de esta estructura productiva, la nación verdadera es inviable.

El desarrollo industrial obliga a pensar y ejecutar un proyecto de vida en común, y el de la industria es el camino de mayor potencial de inclusión social y de integración territorial. Mientras transcurrimos el camino de industrialización, avanzamos. Y el aborto forzado de esa estrategia hace 40 años, abandono prematuro, nos ha sumido en el estancamiento y la desintegración.

Después de Pellegrini, en el censo 1914, la "oligarquía ganadera" decía: "El censo de las industrias pone de manifiesto […] muchos prejuicios fundados en teorías económicas utópicas, que hicieron su época, y dogmática y erróneamente aplicadas al continente americano, en virtud de las cuales se negaron a este país aptitudes para las industrias que no fueran la recolección de materias primas que servirían para alimentar el trabajo de fábricas europeas, estando estos países en el primer período de civilización, industrias ganadera y agrícola, según decían, debían permanecer en él por varias centurias. Pero aquella economía cosmopolita, que pretendió dividir a la humanidad en pueblos superiores aptos para la industria, por el hecho de poseerla, y pueblos inferiores, en evolución, por ser exclusivamente ganaderos y agrícolas, ha tenido el más formidable fracaso".

Hace un siglo, la "oligarquía ganadera" tenía claro qué significaba el desarrollo de la industria y qué significaban las ideologías de la "necesaria e inevitable especialización" que hoy predica el Presidente para invitar a los empresarios del mundo.

El censo de 1914 celebraba la producción nacional del 71,3% del consumo de manufacturas. Escasa distancia tecnológica. En los últimos 40 años, al amparo de la doctrina que hoy suscribe Macri, la distancia tecnológica se amplió. Las industrias fueron sometidas a aperturas destempladas, atraso cambiario, ausencia de incentivos financieros y fiscales. Incentivos que sí estuvieron y están presentes en todos los países industriales.

Mientras hablaba Macri, se concretaba un ejemplo de lo que pueden las políticas públicas, cuando tienen continuidad y soporte competitivo adecuado, en actividades de frontera tecnológica. El INVAP, empresa estatal de Río Negro, nacida del proyecto (¿locura de la década del 50?) Comisión Nacional de Energía Atómica, acababa de ganar (otra vez) una licitación en Holanda (compitiendo con Francia y Corea del Sur) para la construcción de un reactor científico. No es el único, pero es el ejemplo del día. Un estupendo contraste del que la política oficial no ha sabido sacar conclusiones.

¿Hubiera podido Macri, en Rusia, en Davos, en Francia, procurar un masivo arribo de empresas industriales, abarcando toda la cadena de valor hasta llegar al perfil industrial exportador? Lamentablemente, no. Me explico. De nada vale invitar si no se ofrece un menú sustancioso (el menú para atraer inversiones son zanahorias "efectividades conducentes" como decía don Hipólito Yrigoyen). La Argentina, desde mucho antes de Macri, carece de los incentivos habituales que, para la industria, ofrecen todos los países en el proceso de desarrollo industrial. Sin zanahoria no hay industria, que es enterrar capital. No hay incentivos financieros (¿Lebac industrial?), no hay incentivos fiscales (¿qué renta industrial exenta?). Las preguntas entre paréntesis no encierran una recomendación sino que ponen al desnudo lo que aquí y ahora se premia. Se premia la opción financiera, la opción por la primarización no necesita premios, funciona sola.

Esta visión infantil de la economía, dominante durante 40 años, ha provocado que el excedente (400 MM de dólares fuera del sistema) no se invierta en actividades productivas integradoras; y que los dólares que arriban vayan a la bicicleta financiera o a la deuda tomada por los gobiernos. Somos un paraíso financiero celebrado por formadores de opinión que destacan "la confianza" que la timba argentina genera en "los mercados". Nada nuevo en el discurso en Davos.

El Gobierno "busca inversiones" para las actividades en que las ventajas son naturales y evidentes (agro, minería, sol, viento) y en las que las necesidades obligan (o justifican) a premios concesionales como lo son, por ejemplo, las obras de infraestructura y la explotación petrolera, cuyos costos el ministro del área desconoce (sic) y cuyos precios graciosamente ha liberado.

Además de las ventajas naturales, es cierto, gozamos de una superior productividad agropecuaria nacida de lo "mucho que hemos producido" (teorema de Sande) a lo largo del tiempo. Y también de lo mucho aprendido y desarrollado de una tradición criolla de trabajo (Juan Manuel de Rosas, manual para capataces, circa 1830; José Hernández, manual para mayordomos, circa 1870, que se clonó en los que llegaron después).

Disponemos de riquezas mineras y la obligación de explotar racionalmente, respetando el ambiente, con ecología de la naturaleza (permiso científico) y con ecología social en regiones en que salir del subdesarrollo no debe serlo solo por un período transitorio hasta que se agote el recurso.

Sí, pero hay que tener en cuenta la dependencia que genera una economía especializada en la naturaleza, sometida a las fluctuaciones de los precios internacionales. Además, el hecho, poco comentado, de que el propio Banco Mundial estimó, para 2005, que nuestro capital natural por habitante era de 10.267 dólares, mientras que el de Nueva Zelanda alcanzaba 52 mil, 40 mil el de Australia, 19 mil el de Dinamarca y el de Chile. Seguramente, entonces, faltaba sumar Vaca Muerta, el sol y el viento. Pero aun sumando esos bienes no somos la potencia natural que imaginan los especializadores. No son pocas las razones para escapar al camino excluyente de la especialización.

La propuesta de Macri no es original y sigue siendo la propia de políticas sin plan y de renuncia voluntaria e ingenua a la política industrial. Tampoco es original en esto. Lo precedió Guido Di Tella, que con frivolidad menemista dijo: "La mejor política industrial es no tenerla". Los resultados, conocidos. La ética política de la ausencia de plan es, como mínimo, vidriosa; y no tener política industrial es original en el concierto de las naciones, pero suicida.

¿Por qué es imprescindible el desarrollo de la industria? Para la ortodoxia todos los sectores tienen la misma capacidad de respuesta para la salud del tejido social. Sin embargo, es incontestable que el vigor de las economías hoy desarrolladas, cualquiera haya sido la época en las que iniciaron su camino de progreso de la productividad sistémica, comenzó o se desencadenó a partir de la industria vigorosa como consecuencia de una política pública deliberada para lograrlo. A pesar de los hechos, los organismos multilaterales, los intelectuales que proliferan detrás del discurso de las empresas multinacionales, los lobby que presionan a partir de la OMC, etcétera, sostienen que el desarrollo del sector primario (agro, minería) tiene el peso suficiente para generar el progreso de la productividad sistémica y los beneficios del progreso social colectivo. No hay experiencia alguna que lo avale.

Macri y el PRO deberían recordar: "La industrialización fue la fuerza impulsora del rápido crecimiento del sur de Europa durante los años 50 y 60, y en el este y el sudeste de Asia desde la década de 1960". Dani Rodrik. Y: "Si la economía japonesa hubiera adoptado la simple doctrina del libre comercio y […] especializarse en industria (intensiva en mano de obra), nunca hubiera quebrado el estancamiento y la pobreza asiáticos". Viceministro del MITI. Y también recordar: "Es prudencia que […], llegados a la cumbre, se patee la escalera que nos ha servido para trepar, a fin de que otros queden privados de la posibilidad de alcanzarnos. En ello radica el secreto de la teoría de Adam Smith". Friedrich List, Sistema Nacional de Economía Política, 1841.

Que los tratados de libre comercio no sean la materialización de la escalera pateada por los que ya se desarrollaron y viven en la Unión Europea.

Después de este viaje, Macri debería reemplazar al equipo de las noticias falsas, acercarse al mundo para ver lo que hicieron, lo que hacen y lo que van a hacer en materia de inversiones. Preparar el oído para detectar los riesgos de las corrientes modernas en materia de salud alimentaria; acordarse que un premio Nobel de economía demostró el error de poner todos los huevos en la misma canasta (especialización). Y fundamentalmente tener pensamiento propio, proyecto propio. Eso obliga a pensar y a terminar con los discursos sin contenido.

El contenido de los discursos no puede eludir "los intereses" de los productores y de los trabajadores argentinos. Esa es la primera condición para insertarnos en el mundo, que no es lo mismo que el mundo se inserte en nosotros. Lo segundo representa el déficit comercial eterno y la economía para la deuda.

Todo esto debería quedar claro después del viaje cuya síntesis fue la palabra de Macron, que dijo, más o menos, que no se puede celebrar un acuerdo que desestabilice un sector del trabajo y la producción francesa. Esa es la lección de Macron y no debería costar tanto entenderla.

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