La confianza: sentimiento subvaluado

Por: Walter Ghedin

La confianza es un sentimiento de seguridad con nosotros mismos y con los demás; brinda tranquilidad interna y una buena predisposición para enfrentar los acontecimientos vitales. La persona confiada alivia el conflicto entre el “deseo de ser” y el “deber ser” impuesto por las normas sociales; simplemente “es”. Esta capacidad humana  acompaña al niño como parte de la fuerza vital para conocer el entorno. Se denomina “confianza básica”, es inconsciente y tiene avidez por el conocimiento y la acción. El  niño necesita explorar el mundo circundante, solo de esta manera podrá dar libertad a sus motivaciones y establecer relaciones con personas y objetos, además de crear conceptos, impresiones, emociones sobre lo conquistado. Más tarde, a medida que crecemos, el impulso vital da lugar a un sentimiento consciente, sostenido en el tiempo, más calmo, condicionado a otros rasgos de la personalidad y a factores externos. La confianza, entonces, tiene una doble función: nos abre al mundo propio y al ajeno, amplía la visión de uno mismo y de los demás. La confianza es el sentimiento fundamental para las relaciones interpersonales, desde las más elementales hasta las signadas por el compromiso. Los modelos culturales promovidos por la sociedad de consumo, la urbanidad, la globalización de la información, las migraciones de países pobres o emergentes hacia centros de mayor trabajo e industrialización, la discriminación social,  de género, étnica, de raza, la violencia cotidiana, etc., han provocado cambios sociales profundos que poco favorecen al encuentro y la empatía. 

Cuando decimos o escuchamos “se ha perdido el valor de la palabra” hacemos referencia real o simbólica a la pérdida de confianza, a la carencia de la acción justa, respetuosa y congruente con la pactado o comprometido. La confianza hoy es un sentimiento subvaluado, cuestionado, es decir, puesto en duda, en uno mismo y en los demás. 

La confianza en los vínculos amorosos

La confianza aspira a la dignidad, a la nobleza, valores humanos por antonomasia. En cambio, rechaza la arrogancia y la deslealtad. Sin embargo, existen personas que confunden altanería, soberbia y “hago lo que quiero” (todos rasgos narcisistas) con seguridad o confianza propia. En las relaciones amorosas la confianza es fundamental. Un vínculo basado en la desconfianza es dañino y limita la proyección futura. No se puede vivir alerta todo el tiempo, vislumbrando amenazas por todos lados, cuestionando la más mínima conducta. Muchas relaciones basadas en la sumisión de una de las partes (generalmente, la mujer) ni siquiera se animan a cuestionar las conductas desleales y, cuando lo hacen, la violencia se apodera del vínculo. En otros casos aparecen críticas y susceptibilidades constantes ante cualquier acción del otro. Recuperar la confianza es fundamental. Las parejas que la han perdido o la someten siempre a cuestionamientos dilapidan la comunicación sincera (todo está bajo sospecha: se supone, se conjetura, se interpreta), la paridad (uno domina, otro somete), la individualidad (dejo lo propio para estar extremadamente atento a lo ajeno), la dignidad (me someto a una situación desagradable), la esperanza (“no quiero estar más en pareja”), la libertad (se extrema la dependencia, los celos, “la posesión” del otro). Si una pareja sospecha de deslealtad o infidelidad o si realmente esta existió y deciden proseguir juntos la negación o la represión de lo sucedido pueden provocar problemas futuros. Se hace necesario hablar, comunicar los sentimientos de cada uno, los temores, los deseos a futuro. No sirve insistir en el detalle, coaccionar para obtener “toda la verdad”, poner a los hijos en el medio de la disputa, hacer de la sospecha el eje de la vida. El amor, la dignidad, el deseo de superación deberían ser guías obligadas para recuperar la confianza. 

*Walter Ghedin es médico psiquiatra y psicoterapeuta.

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