La biblioteca de pallaoro

Vadeando estorbos, sin ningún resbalón ni ningún tropezón, Duizeide, como magnetizado, caminaba hacia el barco, hasta que se detuvo en el puente.

     Venturini y Clode, aún en el puesto del timón, lo observaban, y observaban, al mismo tiempo, al resto de los navegantes, “que, desde detrás, se unían a la runfla, y ajustaban sus sacos”.

     A punto de acelerarse y zarpar al Sur parecía el barco, como un caballo piafado; y parecía, también, instarlos a entrar en la marisma; a hundirse, en rigor, en las tablas, sujetas apenas por cuerdas incas, ya destejidas:

     (“Adéntrense, caballeros, no hay de qué temer. Ya ven, Venturini y Clode están aquí. Bienvenidos son, en este, un barco fantasma”).

     A Duizeide lo sacudía el viento húmedo y el olor a fragor: “Se le pegaban los pelos”, se decía, acordándose de pronto, “se le encarnaban. Qué fuertes crecían y excitados, pintarrajeando, “al fin”,  la vulva.

     ¡Ah!, mis dedos, con holguras, deslizándose en su abertura. (Pequeño ser, desmembrado, caminante empedernido, bailoteando en la marea”, se decía Duizeide, elástico, acomodándose el sombrero).

     “¿Pero qué es ese otro olor que me espanta”, se decía luego, “si no es olor a sangre arrancada?”.


     “Ballenero como el Pequod”, decía Schierloh, detrás de Duizeide, “y errante como el Holandés. Si ha tenido nombre, ha sido borrado con querosén. Ya saben lo que se dice”, dijo entonces, “de aquellos barcos rebautizados”.

     “Tan insustancial”, decía Raninqueo, de pronto serio y fundado, a un lado de Schierloh, “como acusar a los albatros (¡Oh, pobrecitos!), de traer malos agüeros”.

     “Yo digo”, decía Axat, detrás, “que merece limpieza y reconstrucción. Ah, sí. Y después, por qué no, un nuevo nombre: no le vendría al pedo”. (Axat, a la sazón, dudaba, y, corajeándose, apretaba los puños por dentro).

     “Y la sangre”, se decía a sí mismo Peredo, acercándose a Axat, “que vuelva a las víctimas, hoy pálidas y sedientas. Y si no, a las venas de Nosferatu; que ha mordido aquí, y se ha vuelto loco”.


     “Los noto ansiosos, y empero algo vacilantes”, dijo de pronto Venturini, sonriendo, acercándose con Clode al otro lado del puente. “Con razones, sin embargo, para ello: estos barcos no aparecen porque sí (Oh, indudablemente que no); porque, aunque errabundos, siguen en órbita en la ultratumba”.

     Pero noto, también”, continuaba Venturini, “que sólo al barco, ya, le han dado ínfulas marinas, y desechan, por consiguiente, a la casa.

     ¡Alto, compañeros!”, advirtió luego, aunque apenas levantando el tono. “¿Por qué dar por sentado la venturabilidad del barco y no la de la casa, que navega (Oh, qué preciosura) y, estimativamente, navegará, sino por fantasma, por embrujada?”.

     Proteico enigma, tomó de pronto por sorpresa a Duizeide, Axat, Peredo, Schierloh, Dubín y Raninqueo.


     “La casa y el barco, claro que sí, han servido a los propósitos”, decía Duizeide, admirando a uno y a otra. “Será de perogrullo”, decía luego, algo tímido y algo necio, “pero solamente el barco ha sido hecho para el agua”.

     “Yo veo”, decía Venturini, “que la casa flota; y, además, aunque improvisado, y con qué talante, tiene timón. ¿Qué más, compañeros?”.

     Clode, entonces, se subió al balaustre y, en cuclillas, parecía llevarse un hueso a la boca y masticarlo. “Y una quilla de piedra”, dijo. “Y una cofa con claraboya”. Luego hizo un gesto de ofuscamiento y dijo: “It does not seem this, a serious reason for discord”.

     “Claro que no”, decía Schierloh, serenamente, soltando humo de su pipa, “pero no hemos puesto, todavía, un pie en el barco, que ya nos han tirado con munición gruesa”. (Schierloh se rió con ganas, y luego dijo, como si bajara apresurado unas escaleras: “Qué exagerado que he sido, ¿no es cierto? Ohhh, mal yo, excusad a este hombre, malinterpretatero”).

     Clode se rió, con apocamiento; y tras ello se subió, entonces, al balaustre, y se columpiaba, alegremente, frente al mar. (“Y de sus cachetes”, canturreaba Raninqueo, “brotaban dos círculos rosados, que se extendieron por su rostro, y florecieron, enrojecidos, de sus ojos”).

     Venturini, con gran esfuerzo (“verdaderamente, no lo deseaba; lo hice obligada”) intentó, en rigor, hacer lo mismo, pero estaba muy cansada y desistió.

     “No hay caso”, decía, fumando en una esquina y media tangueada, “soy una fantasma, puedo hacer cosas extraordinarias, pero sigo vieja”.

     (“Ah”, se dijo a sí mismo Axat, y se puso a buscar, perturbado, en los bolsillos de su saco, lamentándose luego con un bufido, donde sólo había bollos de papeles endurecidos).

     “La vejez, compañeros, es necesaria”, decía después; “pero qué cambio más imperativo y maldito”. Duizeide, Schierloh, Peredo, Dubín y Raninqueo lo observaban, impertérritos por las musarañas: “Y qué nadie me venga”, renegaba, “con que es la ley de la vida”.

     Venturini, aún absorta, parecía mirarlos. Detrás de los anteojos, sus ojos eran como dos abrojos negros e insoportables, desobedeciendo luces, bocinas y pasos, de otrora en el tiempo. (“Polvo la rodeaba, de repente”, decía Peredo, “como una nube de mosquitos”).


     “Si ustedes dicen barco”, decía ahora Venturini, despabilándose y despabilándolos, “yo digo casa. (Pero esperen, esperen, no se nos aproximen cual brutos desterrados.

     Se me ocurrió que, a propósito, para solucionar este problemilla, vayamos, pues, en las dos naves, y continuemos rumbo (¿eh, Duizeide?) a lo sublime).

     Además”, continuaba Venturini, ahora mientras se abrazaba, por turno, y muy afectuosamente, con los navegantes, “como verán, el barco ya no tiene su bote salvavidas, pues Gárgulo y sus secuaces, muy apropiados, huyeron en él.

     (Ahhhh, compañeros, ¡OJALÁ!”, decía apretando los dientes y los puños, “que hayan sido estrangulados y deglutidos por los pulpos”).

     (Este pareció ser el último resuello de Venturini, tan cansada que estaba, del río primero, del mar luego, y de todos los sucesos acontecidos. “Justamente”, se diría, (“Justamente”, repetían a coro). Pero ella sugirió volver a tierra momentáneamente:

     “Ah, compañeros, huelo, de algún modo, la arena, mezclarse lentamente con los tamariscos. Y me creo ver, maravillada, como en un lirio, despidiéndome de él en el crepúsculo”.

      Y lo último que dijo, antes de descansar, cómodamente, en el sillón de la marabunta, fue “Acarreemos la casa, como un perro acarrea su cucha con los dientes”.

     “Of course”, dijo Clode, rápidamente; “Of course, Of course”, repetía, mientras saltaba del balaustre al suelo y del suelo al techo de la casa. “OF COOOOURSE”, dijo luego, como aullándole a la luna.


     “Esa noche entraron al barco y a la casa los sueños vívidos”, decía Dubín. “También los vividos, por extraño que sea; quiero decir, los hechos corroborados como veraces (JA, JA, JA), en forma de sueños”. “Y en todos los casos”, decía Raninqueo, “se durmió profundo, pero placenteramente, porque no eran pesadillas”.

     Venturini cerraba los ojos. No podía dormir (apenas si dormitaba, mezclando, entonces, realidad y sueño).

     “Eso, desde que el monstruo rompió las baldosas con la cabeza, extendió sus cientos de brazos, y, como un tornado, destruyó la casita del árbol que había construido mi padre, en la que jugábamos, durante horas y horas, a viajar por el espacio”.

     “Hay árboles y árboles”, se dijo a sí misma, en aquel tiempo, Venturini, triste y extrañamente risueña, viendo al tilo inmutable, vacío, hueco, listo, sin embargo, para ser abordado nuevamente; al mismo tiempo que el otro, el monstruo, avanzaba hacia las casas vecinas, furioso, imposible de contener.

     “Desde entonces”, decía, “supe que había monstruos y monstruos. Y no del todo proponiéndomelo, me convertí en una especie de guerrera, peleando contra los malos”.


     “Qué maravillosa lectura”, decía Duizeide, babeándose el hombro, “Gaviota de Urondo y Mascaró de Conti; mezclarlas, y hacer una bomba llena de melancolía”.

     “¡Whisky clandestino y alegre dinamita!”, irrumpió Murray, esfumándose dentro del sombrero.

     “¿Y quién fue el que escribió”, preguntaba Dubín, balbuceante, como al alumnado, “Manual de preparación de explosivos y pirotecnia?”

     “¡Tejo!”, dijo Raninqueo, parándose de pronto y sin levantar la mano, despertándose sobresaltado, sudoroso, y desvelado como si nunca más fuera a dormirse.

     “He sido yo, por supuesto”, dijo Tejo, saludando con estrecheces de mano, “y tengo más de esas espelunnancias”. (Murray volvió a irrumpir y festejaba los dicho por Tejo con una carcajada guasónica. “Es cierto”, decía este, abrazando al susodicho, “y hemos coincidido, además, en el curioso y extraordinario tema de los hongos”.


     Ahora era Schierloh, con los ojos cerrados, el que hablaba: “La anémona pegada a la voluta; el pulpo, pequeño, escondido; miles de almejas amarillas; piedras del mar; huesos; huevos.

     Arena”, dijo luego. Y caminando por la playa, hacia los médanos, como descorazonado, roncó brevemente y entreabrió los ojos.

     “Una tormenta”, dijo, tapándose la cabeza con el manto blanco, como de oso. “Qué absurdo todo, y qué necesaria nuestra absordudez: tener que defendernos porque nos atacan, tener que luchar porque nos luchan.

     Qué ridículo, qué patético; el bienestar frenado, amurado, desaparecido, y cada vez más caro. Y resulta que el loco soy yo”, decía ahora, destapándose, y muy malhumorado, “que escribo y hago libros”.


     (“Él caminaba envuelto en arena”, decía Duizeide, sonámbulo, “salpicado de espuma, sacudido por el viento. El sudor y el agua se le secaron con el viento y le ardía la piel.

     El viento removía la arena, aventaba espumas, una cerrazón salada le humedecía suavemente la piel, se licuaba “entre los pelos de la barba”, que disparaban brillos, lo empapaban, goteaba desde sus sienes, le velaba los ojos”).

     “Era Conti quien me estaba saludando”, diría luego Duizeide, ya instalado en la Isla; “desde lejos, como si me llamara. Y tras señalar el Norte, como a un gerundio, siguió el mismo su camino.

     Supe entonces”, continuaba Duizeide, “que debíamos ir para ese lado, que allí también nos esperaban, que allí, también, se gestaba algo groso.

     “Uno de esos libros que acaban con Dios para siempre”, mal supuse. Pero también eso. El asunto, aunque muy complejo, es más bien simple. Y desde la Isla, tras hacernos de un plan, volveríamos a La Plata a enfrentarnos con el monstruo. Sí, la Refinería. Yo lo llamo a todo esto Nuestro Chernóbil”.

     (Peredo se preguntaba, no sin algo de culpa, si al compañero no lo habría mordido la tarántula o uno de esos pulgones; hizo luego un buche con el whisky, y buscó, otra vez, la botella).


     Duizeide, Axat, Schierloh, Peredo, Dubín, Raninqueo, Venturini y Clode subían el médano, despaciosos, entre el viento y el resguardo; y se pasaban el whisky como cantimplora.

     “Es por aquí”, dijo Dubín, adelantándose y agachándose al mismo tiempo, observando lo que parecía un animal acurrucado.

     “Un agujero negro”, decía Raninqueo; “me recuerda al lobo, compañeros; sus huesos ahora, y sus colmillos, puliéndose en otra vida. Quizás, al entrar, descubramos sus entrañas rozagantes”

     “Tras ese tamarisco, tanto amarañado, como de tanzas, anzuelos y boyas”, decía Dubín, de pronto excitado, “están los árboles sibilantes; y más allá, el extraño bosque”.

     “No parece”, decía Peredo, “tener lugar por donde entrarle; es impenetrable”, decía ahora, entre escalofríos, “como un matojo de púas. ¿A quién se le ocurre, Dubín, entrar por aquí y no rodearlo?”

     “Pues a mí mismo”, decía Dubín, frunciendo el ceño y ajustándose los anteojos, “y por encantamiento. Además que, rodeándolo, nos conduciría a este mismo lugar e instante”. (“Luego cerró los ojos, sonrojándose, como si viera, otra vez, a la Sonámbula”).

     “Y ciertamente, entonces no me importaba un carajo: ni yo ni nada, y entré, siguiendo mi corazonada y no más, al escuchar el ruido de pasos y de voces”.

     Dubín hizo una pausa, y luego dijo: “Por amor, compañeros, me arrojo al fuego, y le pongo el pecho a las balas”.


     “Sólo hay que hacerse camino”, decía Raninqueo, “como siempre. Aunque ya he desestimado, en lo posible, el machete. Prefiero surcar con las manos, de a poco, sin andar rompiendo”.

     “Sabias palabras, compañero”, decía Axat, “es, en lo posible, lo más justo, si lo más justo vale como referéndum” (y se rió, como cualquier loco, extrañamente, sin arreglo).

     “Y qué decir entonces (oh, en lo posible)”, decía Schierloh, sonriente pero cabizbajo, “de los insectos que mueren aplastados o quedan moribundos, sufrientes, por nuestras pisadas”.

     “Ah, qué contradicción”, dijo Peredo. “Una polilla”, dijo luego, muy preocupado, viendo a una posada, como una flor, sobre el tamarisco. “Pobre de ella, si se topa con un mastodonte irritado, o con una loca echando veneno a mansalva”

     “Oh, Utopía, fresca y prematura. ¡Atrás, digo, antiutópicos y antiutópicas!”, declamaba Schierloh, “Also sprach Zarathustra”.

.

     “En la oscuridad de la noche, en la más oscura de las noches, a un costado de la ruta”, decía, recordando, y como tenebroso, Raninqueo; (“escuchen, aquí mismo, a las gaviotas, a los chimangos, a las lagartijas, presten atención a la fauna).

     “El mugido de las vacas, el relinche de los caballos, el balido de las ovejas; el vuelo rasante de las garzas recorriendo la zanja”, decía; “ah, compañeros, compañeras, cuantas criaturas había esa noche, y qué bella música hacían, qué fiesta (afuera de la granja, sin duda; fugados, escarpados en el barro”).

     “Esa mañana de 1977, mi padre llega temprano al Frigorífico “Swift” de Berisso, antes me ha dejado en la guardería”, decía Axat, a tono con Raninqueo, pero con una brutalidad sobrecogedora.

     “Es día de matanza y el aire está espeso, todo tiene olor a vísceras; los compañeros afilan cuchillas para el degüelle, y el rugido de las bestias” (“Oh, perdón por el llorisqueo”) “se escucha desde la calle Nueva York”.

     “Desde luego”, dijo Raninqueo, retrocediendo, como arrepentido, en plena compunción. “Sí”, dijo Schierloh. “Claro que sí”, dijo Duizeide. “Una mierda”, dijo Peredo. “Por supuesto”, dijo Venturini. “Mal que pese”, dijo Dubín. “Kiss my Irish ass”, dijo Clode. Y unos y otras se acercaron, y abrazaron al compañero.

     “Es necesario un poeta para interpretar a otro poeta (Oportet poetam”, decía Dubín, sacando a relucir, como polvo mágico, un viejo apunte de un libro, “poetae mentem interpretari)”.

     (“Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto como antes, a fin de que, al volver de nuevo entre nosotros, lo encuentre todo en el mismo estado, y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis”, dijo Peredo, conmovido.

     “El cuerpo va mutando”, decía Schierloh, “lo mismo el cerebro”. “Como muta Samsa”, decía Peredo, “al cual Kafka convierte en monstruo, y es un escritor luchando por su existencia”.


     Unos pasos cargados de arena subían el médano, alertando pronto a los navegantes, que no hicieron, sin embargo, de su asombro, ni guardia ni desbande.

     “Hey, compañeros y compañeras, no se asusten”, dijo Pacheco, saludando con el sombrero, y del cual su bigote brillaba por la sal; “Ya me ven.

     Y cierto es que caigo, y me quedo un tiempo, donde soy bien recibido; porque, donde no lo soy, me subo al viento y escapo. Ya no ando, además, conferenciando, aunque sí, debo decir, los Carteles me siguen saliendo como dientes”, dijo luego, muy sonriente.

     “Y aquí estoy, sentándome junto a ustedes”, decía Pacheco, poniéndose de chinito en la arena, “que también se sientan, y no me echan a patadas ni nada parecido”.

     Pacheco seguía hablando, o eso parecía.

     (“Es un decir, compañero”, decía Schierloh, “pues dejaron de salirle las palabras de la boca”. “Como si sólo hiciera mímica, o se hubiera silenciado: de pronto”, dijo Dubín. “Si será esto”, decía Duizeide, “tener los huevos en la garganta. Yo no sé si es él o nosotros, o un dedo nefasto digitando el control”. “De todos modos”, decía Raninqueo, “ese hombre permanece imperecedero”).

     De a poco, la voz de Pacheco volvía a sí mismo; al principio gutural, ilegible, más luego clara y contundente.

     “Excusenmé, compañeros y compañeras”, decía, divirtiéndose, “ha sido una broma. Es que, en este estado, bastante sandunguero por cierto, me he vuelto afín, y, ende, igual de bromista” (y se echó a reír, tras lo que, lo propio hizo el resto, por contagio).

     Pacheco carraspeó la garganta y tosió. “Ya tampoco escribo”, dijo luego, con algo de melancolía. “Así que lo que vaya a decir (¡Oh, un Cartel, qué fantástico!; ¿ya he dicho que me salen como dientes?), pues lo diré y ya. De paso me ahorro, de este modo, tener que corregirme, y mucho más el publicarme, menudo peso que acarreaba como mulo”.

     A lo importante”, dijo antes, como en una dedicatoria: “nada ha cambiado desde entonces, y no sé si cambiará tras el mismo. Pero eso ya no importa

     “Allí, el viento”, empezó Pacheco, como si dijera “Había una vez” o “Érase”, y señalando al detrás suyo (“que aquí pasa amainado”).

     “Si no es más certero que el centinela que, fuera del calabozo, me apuntaba día y noche, es de hacer daño al desprevenido; como uno de esos olores de la infancia que el cuerpo resguarda, y muy cada tanto suelta, para sorpresa y desazón.

     Pronto me derrumbé en mis pies de gorrión”, decía, ahora serio, mientras encendía un tabaco armado y aceptaba un trago; “y volvía a los otros pies, paulatinamente, del largo trajinar en la lucha, transitando con rapidez, asustado, las calles que me separaban del tren que me llevaría a Buenos Aires.

     Solamente en viaje, noté, sin postergaciones, que no estaba solo; que viejos compañeros (y nuevos, lo cual me alegraba) habían seguido mis pasos desde el Penal, y me rodeaban en los asientos del tren, hablándome y abrazándome con afecto, como a un niño al que se protege de los golpes.

     Pero yo ya estaba curtido. Y sólo deseaba llegar a Buenos Aires y abrazarme con Anselma, con Elma, Eva y Magda, y con todos y todas que, en penumbras, me esperaban con los brazos abiertos.

     Ya tenía en mente, sin embargo, los Carteles de Ushuaia”, dijo Pacheco, incorregible. “Por supuesto, mucho más introspectivos que los conocidos, y no al margen de los pulmones malheridos, que, al cabo, anticiparon mi muerte. Porque allí, en el Penal, si no te mataban de un disparo, el mismo frío era usado como tortura y ultimación.

     Desde luego, fui a parar a Devoto”, dijo entonces, como rematando un chiste, “donde escribí, sin embargo, Juana y Juan, y en sus propias narices.

     (Y sépanlo ustedes, que os abrazo, porque entonces quise que pasara por la máquina y la tinta usual, y agradecido enviaba mis cartas, que en verdad lo escribí en éxtasis y con tinta roja).

     Pero tuve suerte: porque en esa época, y más aquí en el tiempo, pude haber terminado de otra manera, ¿no es cierto? Y, “al fin”, pude morir en mi cama, con todo el dolor que mana, pero rodeado de quienes amo profundamente”.

     (Dicho esto último, Pacheco se mandó a silencio, entristecido; se subió las medias y, tras saludar con el sombrero, se acomodó el mismo, se levantó y se marchó hacia la playa, donde se esfumaba, con la capa agitada por el viento).


     (“Y Kropotkin desde Londres, entre las brumas, y Malatesta en Italia, bajo los cielos sonoros, y Pedro Gori en el mar, sobre las crestas azules”, decía Peredo, algazaroso como un niño, “escriben, blasfeman y hacen rimar sus estrofas”.

     “Cosa del Diablo, dirán, ches, más de uno y una, al verlo abrir y cerrar los ojos al Wekufe”, dijo Raninqueo, mientras el médano parecía ponerse más oscuro. “Y tras cazarlo y ponerlo en ridículo”, decía Dubín, “les será sensato y legal fusilarlo; tras lo que, la angustia y el llanto les será indiferente”. “Y lo meterán de nuevo en el sarcófago, cerrándolo con candados”, dijo Axat. “Y querrán luego, para colmo”, decía Duizeide, “hacerlo pasar por infatigable”.

     “Te llevaré Moguer”, decía, en silencio, Schierloh, “a todos los lugares y a todos los tiempos, serás por mí, pobre pueblo mío, a despecho de los logreros, inmortal”).


     Saltando, casi volando, como una gacela, Clode se adelantó a Dubín y al resto, y se detuvo frente al tamarisco, “el agujero negro”, como había dicho Raninqueo.

     (Habiendo descansado, aun como para que le prorrumpieran escaras, Venturini hizo lo mismo, casi igual de ágil, y se acomodó a su lado).

     “Me mira”, decía Clode, luego, sonriente e ilusionada, apenas girando su rostro. “Es bueno; creo que, si supiera cómo, ronronearía, si es que ya no lo hace a su modo ¿No es extraordinario? And I see myself, entering wonderland”, dijo, regocijada hasta el sonrojo.

     “Por supuesto que es bueno, se decanta porque no es malo”, decía Dubín, admirado, ya corriendo las primeras ramas, donde colgaban, como murciélagos, un par de bichos canasto.

     “Y entremos de una vez, antes que, en vez de seres amigables, nos aparezcan, otros u otras aborrecibles. No quisiera toparme, por ejemplo, con un Falcón, ni para matarlo del todo”.

     “Aunque, pensándolo mejor”, decía ahora Dubín, “personajes como ese, no creo que tengan el beneficio de ser un fantasma”.

     “¡Epa!, interesante punto, Dubín”, decía Duizeide, “sería más que justo, pero no sé si es así; cuestión que nos imposibilitaría, por cierto, de “matarlos del todo”. Supongo que debemos conformarnos, aún, con imaginar a nuestras manos estrangulándolos”.

     “Los fantasmas sólo pueden ser muertos por fantasmas”, dijo Venturini, de pronto, muy seriamente. “Y el modo, me excede brutalmente, a lo que puedo (y pude, compañeros), apreciar en la superficie.

     Digo que”, decía luego, “que no acunemos, en nuestras manos (y en lo posible), sus mismas armas asesinas”.

     “Ni el dedo ejecutador; ni la orden oral o escrita”, decía Axat, pensando en otras formas de mandonear. “Ni dar pie a que ocurra, crear el contexto, ya de por sí propicio (y hablo del Sistema, oh, ente regulador y depravado”).

     “Pero sería descomunal encontrarse con Videla, por decir uno o una, ¿eh?”, decía Schierloh. “Y a ver quién se queda mudo, lo saluda y le ofrece un trago, en vez de abalanzársele y, si no matarlo, cagarlo bien a trompadas.

     Digo, recatadamente”, decía Schierloh, desenredándose la barba con los dedos, “que haya espacio para la primera reacción, sincera y sin medida”.

     “De cualquier manera”, insistía Venturini, “el fantasma muere (y si es que muere) por acción de otro fantasma. (Conservan, aún con cierta gracia, modos y formas de antaño, pero aquel seguirá siendo un tremendo “hijo de puta”. Y perdón”, dijo luego, “por la expresión vana y antigua”).

     “Sin embargo”, decía ahora, pensando. “Calma, Venturini, sin precipitaciones”, interrumpió Raninqueo, de mala gana; “sabés que, aunque siendo vos una fantasma, no te delegaríamos el beneficio (o el placer, si así lo deseás). Acá tiramos todos y todas para el mismo lado”.

     “Gracias, Raninqueo, compañeros”, decía Venturini, sintiéndose, empero, rara. Pero yo sería, llegado el caso, “el artefacto explosivo”. A no ser que ustedes, también, sean fantasmas”.

     “Que no”, dijo, rápidamente, Axat; “no hay pruebas de semejante disparate, y sí de lo contrario”. “¿Pero cómo se atreve, compañera?”, dijo Peredo, jocosamente nervioso. “No es tan terrible”, dijo, entonces, Schierloh:

     “Si estamos muertos, ya ven, no nos hemos enterado del acto. Y gran cosa es, que no hayamos sufrido por ello. De todos modos, tampoco lo creo”, dijo, “al fin”, como cerrando un libro malo.

     “Y ya que gustamos de irnos por las ramas”, decía Venturini, como prologando (sin ponerle al tema, por cautela, un epílogo), “entremos, en efecto, por las ramas del tamarisco”. “A ver si todavía se cierra”, decía Dubín, señalándolo, y tengamos, entonces, que contentarnos, una y otra vez, sólo con los libros de la casa”. “Ah, delicious, dála an scéil”, dijo Schierloh.


     “Yep”, dijo Clode, y entró al tamarisco, seguida por los demás, en una instancia en que, todavía, no apreciaban el pisar de las zapatillas y los zapatos, las respiraciones, y el silencio que los potenciaba.

     Y pronto, aun los ojos encendidos, y la luz nocturna que hurgaba por colarse entre las ramas, se hallaban en una oscuridad absoluta.

     “En las entrañas mismas del leviatán”, dijo Duizeide, y su risa resonó con eco. “Húmedo, en parte, aunque no para empalagarse”, decía Peredo, “y seco al tacto”.

     (Clode, Schierloh, Dubín, Duizeide, Axat, Peredo, Venturini y Raninqueo, seguían avanzando, en fila, y ahora de rodillas, en tanto el tiempo era solo ir, como si recorrieran el sinfín de una anaconda).

     “Los árboles sibilantes”, dijo Dubín, de pronto. “Ya se sienten”, decía Axat, “cada vez con mayor nitidez”. “Como flechas o balas que nos rozan las orejas”, dijo Schierloh. “Encantadora música, fantasmal”, decía Raninqueo, “que anticipas la fiesta, el deambulamiento”.

     (Y pronto, parecían pasar por un túnel repleto de violinistas desaforados. “Oh, enjambre”, decía Raninqueo, “cardumen, bandada, jauría, pueblo”).

     “Allí”, decía Dubín, señalando la salida del tamarisco; “del otro lado está el bosque”. “Qué extraño”, decía Duizeide, “huele a comida, a algún tipo de guiso, a lo mejor de mondongo”. “Pues a mí me ha dado un hambre abrasador”, dijo Peredo. “Me comería un mamut”, dijo Schierloh, soltando una carcajada.

     “Compañeros, compañeras”, decía Dubín, bajando de la tentada, y secándose las lágrimas tras los anteojos, “allá, en la puerta, (Oh, el efigio)”: la cabeza calavérica, ahora verdinosa, y sonriente de Brizuela, se asomaba del bosque y entraba al tamarisco.

     “Dichosos los ojos que los y las ven”, decía Brizuela, haciendo un lento paneo; “digan que no tengo para restregármelos”.

     (La cabeza de Brizuela avanzaba, y parecía deformarse y crecer, como la de una especie de gusano).

     “Vengan, salgan”, decía luego. “O entren. ¿Quién sabe, en verdad”, decía ahora, dudando nuevamente, “si al cruzar una puerta, estamos entrando o saliendo? Oh, sí, todo es relativo, y eso no exime a nadie de sus sinvergüenzadas”.

     Estoy siendo, como oyen”, decía Brizuela, de pronto introspectivo, “cortés con mis palabrotas. ¡Es que estoy, por sus visitas, amigos y amigas, de espeluznante humor!

     Y casi que puedo saltar, y hasta bailar, aunque sea con mucho cuidado, claro: con los huesos al aire, me he vuelto más quebradizo. ¡Pero cómo trinan los malditos (JA, JA, JA, JA!).

     Pero, ¡vamos!”, instó luego Brizuela, “no se queden allí, quietos y quietas, como gárgolas. Habrán notado, ya, ese olorcito: pues, hoy cocina Pallaoro. Y aunque no espera a nadie” decía, frotándose la pansa, “no vayan a preocuparse por ello: siempre hace como por las dudas”.

     “Guiso de mondongo”, insistió Duizeide. “Guiso, compañero. De qué, es un misterio”, decía Brizuela “(acá, a propósito, los misterios son más que abundantes), “pero seguro es exquisito”.

     (Clode, Venturini, Dubín, Axat, Schierloh, Duizeide, Peredo y Raninqueo, seguían a Brizuela que, sin decir palabra, iba señalando árboles, pantanos, lechuzas, maras, él mismo embelesado por lo que veía).

     “No me acostumbro”, dijo luego; “ya saben, acá” (con el dedo esquelético parecía abarcar el infinito) “nunca es lo mismo; aún con el ánimo, que los hay, por el piso”.

     “Este es el árbol”, dijo Dubín, empero, adelantándose a Brizuela. “El mismo”, decía éste, “que antes estaba allí, junto a esa roca. Ya le dije a Pallaoro, que para estos casos, lo mejor sería poner un cartel con su nombre. Le he sugerido LA BIBLIOTECA DE PALLAORO. Pero no quiere, se ha vuelto un poco ermitaño: algo le duele mucho, últimamente”.

     “Guiso de lentejones con hongos silvestres”, dijo Schierloh, ilusionado, pero también algo afligido. “Tampoco”, dijo Brizuela. “(Guiso”, dijo luego)”. Peredo estiraba el cuello hacia arriba y, como un roedor, meneaba sus fosas nasales: “Guiso de arroz con calamares”, dijo, pasándose la mano por los labios. “Guiso”, dijo Brizuela. “Kako iael”, dijo Raninqueo: “huelo mote”. “Guiso, compañeros, compañeras, guiso”, dijo, otra vez Brizuela, muy sonriente.

     “El lenguaje es un pájaro interior”, dijo Clode, muy embarazada, en voz alta; y entró al árbol, de pronto, mientras la observaban. (“Ah, blanquísima y amarillísima”, se decía Schierloh, “como una antorcha, opuesta a Dios”), ennegreciéndose sin apagarse.


     Venturini la siguió primero; y luego los demás, entrando cada cual a su turno, con los ojos sobresalidos, siendo el último Brizuela, “que, antes miraba hacia un costado y el otro, y hacia atrás”.

     (“Un custodio protege su tumba de profanadores”, se decía a sí mismo. “Una capa de niebla cubre el jardín del bosque, las miles de lápidas que lo rodean, y se enlaza con los árboles”.

     “El silencio advierte al custodio, que abre de golpe sus ojos. Primero escucha un ruido a tierra removida, y luego otro, a lápida rajada. (Un trueno, estruendoso”, se decía Brizuela, “como madera que se parte).

     “El custodio retrocede, asustado, hasta apoyarse contra un árbol. Desde allí ve la escena, como vista a través de un televisor gigantesco, único.

     Un jardinero”, pensó, “remueve la tierra desde el fondo de ultratumba. Luego sus dedos asoman como garras, asoman sus brazos, su cabeza malherida, y estalla en un grito, como aquel del gol a Grecia”).


     Pallaoro vivía en ese bosque, en el interior de aquel árbol, cercano al castillo de Láinez, y a pocos metros del camino donde se lo veía transitar a un nervioso y descorazonado Lugones.

     “Aquella casa cilíndrica”, contaría luego el propio Pallaoro, “que hoy no puedo sacarme de la cabeza, antiguamente, y en otro sitio, había sido una torre de agua; cuando todavía sobresalía alrededor el espesor de los árboles, y la ciudad apenas podía distinguirse.

     Y yo, por aquel entonces, carecía de techo y vagaba sin rumbo, temeroso de volverme loco, producto de persecuciones señeras”, decía temblando.

     Y en aquella tarde, recuerdo que nublada y muy fría (Oh, qué belleza), pasaba por esa torre y, sin pensarlo, como un acto reflejo, me introduje en el terreno cercano y me detuve frente a ella.

     Tomé, al instante”, compañeros, “un fierro del suelo, subí una escalerilla y, antes que los demonios de la vacilación me atollasen, forcé la puerta y entré.

     Esa cosa (y hablo de la torre) se enamoró o no sé qué (no de mí, por supuesto), y mutó, decididamente”. (Pallaoro trataba de explicar, naturalmente, lo inexplicable). “Y hasta allí se movilizó, con raíces desarraigadas, como una nave espacial, al ras del suelo”.


     Pallaoro, poeta y bibliotecólogo, adentro de la casa albergaba, ubicados cual ladrillos, cientos, miles de libros, tantos que, a no ser por la exhaustiva y meticulosa clasificación del susodicho, hubieran pasado, como las estrellas, por incontables.

     Todas las paredes, el techo, el suelo, “incluso el aire”, todo estaba abarrotado de libros. “La primera sensación”, decía Schierloh, “es que un solo libro más, no hallaría su lugar correspondiente”.

     Sin embargo, Pallaoro, que apenas si salía de la casa en búsqueda de más libros, volvía siempre con dos pilas cargadas, arreglándosela, a la postre, para hallarles a cada cual un lugar.

     “Aunque tuviera por eso que reorganizar la biblioteca”, decía Pallaoro, “y aquellos quedaran, en efecto, tan pegados unos a otros, que, luego, el tener que sacar uno me implicara el uso de un trinquete”.

     (“El grillo oficio de Pallaoro”, decía Duizeide, con sentida empatía, “no ajeno a la maldad de algunas enciclopedias, como una voz interna, aturdía a ciertos fundamentales bibliófilos. Y al propio Borges, la visión de aquella biblioteca, le hubiera devuelto la vista”).

     “Convivo con un polvo a esta altura antiquísimo”, decía Pallaoro, “característica que entiendo razonable, pero más, acepto con gusto. No dejo de ser, sin embargo, prolijo y pulcro, si bien nunca exagerado: muy de vez en cuando, paso la franela o el plumero”.

     (“Era en esos momentos”, decía Axat, “que Pallaoro cambiaba su actividad habitual. Pero se las arreglaba, y escribía, al mismo tiempo, en un cuaderno, que luego ubicaba metafísicamente en la biblioteca”).


     “A Pallaoro le cupo el sombrero de Leprechaun”, decía Peredo, “y sin necesidad de calzador”. “Como sí a otros”, remató Schierloh. “Le calzó justo, dicen”, decía Venturini, reconcentrada, “como a un errabundo el traje de zombi. Aunque, por fortuna (o todavía), ningún fenómeno cadavérico que se le aprecie”.

     “¡Urra, Pallaoro!”, decía Dubín, alegrado, “a nosotros, en cambio, tal confirmación, se nos ha vedado. Supongo que”. “No otra vez, compañero”, interrumpió Duizeide, desentendiéndose después, tomando uno de los libros flotantes.

     “Las flores del mal”, dijo, aspirando el polvo del libro, hasta ponérsele los ojos en blanco: “au poéte impeccable”. Y se detuvo donde leía y se descocía el lomo:

     “¡Hombre libre, siempre adorarás el mar! El mar es tu espejo; contemplas tu alma, en el desarrollo infinito de su oleaje”.

     “No escarmiento”, decía Axat; “supongo, por lo que veo, que acá está “la créme de la créme”; igualmente los malditos, por supuesto; contemporáneos, vejestorios” (Axat estaba, a pesar (o inclusive), de su riguroso y rápido análisis, en éxtasis).

     “Olvidados; sobrevalorados; entusiastas, aburridos”, continuaba, como haciendo un inventario, armando categorías que, sin embargo, él sabía obtusas. “Mentirosos”, decía, “misteriosos; asesinos, anarcos”.

     Pero Axat, al mismo tiempo buscaba: “Poetas conocidos”, decía, “un montonazo; pero desconocidos, un sinfín. Ya me pasa a diario, colegas: el poeta o la poeta, hasta entonces invisible para mí, me pone, de pronto, en tela de juicio. Y quedo, vaya reflejo” (Axat se desmenuzaba), “mirando la hoja en blanco”.

     Mastronardi, Orozco”, decía, señalando con el dedo, viéndolos. “Oh, Viel Temperley, Urondo, Fogwill, ¡Lorca!; tantos”, decía, “que se me prenden fuego los ojos.

     Rimbaud, Melville, Joyce, Borges, Wilcock”, seguía; “¡Ah, esto es demasiado! ¡Maelström! ¡Túnel del tiempo! ¡Infinito! Moriré, al fin, en el mar, como Storni”.

     “Girondo, los Lamborghini”, decía Schierloh, como salteándose hojas, avidísimo por llegar a algún lado, encontrar lo incontrable. “Eso está”, le decía Palloro, “solo hay que buscarlo. Yo ya he perdido, compañeros, compañeras, el control de la biblioteca. Ahora soy uno de ustedes”.

     “Venturini”, dijo Peredo. “Dubín”, dijo Schierloh. “Duizeide”, dijo Clode. “Peredo”, dijo Pallaoro. “Axat”, dijo Venturini. “Raninqueo”, dijo Duizeide. “Schierloh”, dijo Brizuela. “Brizuela”, dijo Axat. “Clode”, dijo Dubín. “Pallaoro”, dijo Raninqueo.

     “Estamos todos”, dijo Peredo, como ante un fantasma gordinflón. “Ya lo sabía yo”, decía Pallaoro, “modestamente”. “Pero qué modestia, compañero”, decía Raninqueo, “esto huele a mitin”. “¡Y a motín, carajo!”, dijo Duizeide.

     (“Shhhhhh”, hacía Venturini, de pronto preocupada. “¿Qué ocurre Pallaoro?”, dijo luego, acercándose al compañero, de golpe abatido, vaciando la cantimplora).


     “Busco el espejo del cuarto”, dice Pallaoro; “como un espasmo, un resplandor, (por un pedazo de ese espejo, amor mío, empotrado en el ojo). Y veo (Oh) la ceja desviada, endurecida; y los ojos solitarios y tristes; y todas las partes, desencadenadas, de la criatura de Frankenstein.

     (Oh, sí, soy Mr. Hyde), y tengo el deseo de la Momia por Ankhesenamon, y el de Drácula por Elizabetha. Y avanzo, corriendo las sillas, crujiendo el suelo, rozando la mesa, sediento y hambriento.

     Ah, esperenmé, sonámbulos, zombis, desequilibrados; la luna llena me encandila, y ya estoy transformado: subo a la mesa y, contra el techo, aúllo ferozmente, entre lágrimas espesas.

     (Todo es diferente, sin embargo, terriblemente diferente”, dice el monstruo, compungido, “a cuando estabas en mis brazos”).

     Y asustadísimo, siento los nervios pelados, como un presagio malo, que el corazón me golpee desde adentro. Oh, y acaso salga de mí, también monstruo, también ensangrentado, y se oculte en la casa,  y despliegue sus mandíbulas.

     Yo me acerco”, dice Pallaoro, “al espejo del cuarto, (corriendo las sillas, crujiendo el suelo, rozando la mesa); y entonces, me detengo y me observo, lo juro que con los ojos abiertos:

     Y lo toco, le paso las manos, lo agarro de los marcos y lo zamarreo, lo golpeo, me froto los ojos, lo maldigo (“¡Traidor entre traidores!”), le suplico (“Por favor, por favor, no”), pero nada, soy invisible.

     ¿Entonces, el pelo y la barba abundantes, los ojos enrojecidos, los colmillos sobresalidos, la desnudez en su esplendor, (¡Ah, sí, la lengua del hambriento!), ya no importan? ¿Es que sólo yo me veo y toco, y ahora es quimera?

     ¿Acaso se me han aflojado los tornillos? ¿Me he hundido en el pantano junto al papel de la vida? ¿Me clavaron una estaca mientras dormía? ¿Me ha alcanzado, al fin, una bala de plata?”.

     (“No”, dijo Brizuela, mientras servía, delicadamente, en el vaso vacío).

     “He visto a un poeta”, dice ahora Pallaoro, agarrándose la frente, “elegir la hora y el lugar (Oh, Gerard de Nerval) y morir de tristeza; y caer mientras se resquebraja, con todo su peso, y es espeluznante.

     Y he visto, entonces, a las hojas del suelo levantarse como olas gigantes, filosas, como hojas de péndulo. Pero yo (Oh, yo) he de vagar, al menos”, pronuncia, “aún desvalido, putrefacto y loco.

     (Pallaoro se apoya sobre la mesa y bebe un trago de whisky, colocándose luego el sombrero).

     “Y sigo añorando ese encuentro (Oh, musa, de carne y hueso)”, dice, “esperando el momento de dar con el sendero, que me conduzca al atormentado clítoris.

     Y el sillón (Ah, el sillón: conserva los almohadones y los apoyabrazos tibios), es una nave estacionada”, dice Pallaoro, sentándose y ajustándose el sombrero. (“Oh, y el runrún de la calle; la efervescencia, creo, de la lluvia; estoy aquí, en silencio.

     (Mi abuelo perdió una pierna. Luego, la otra. En honor a él llevo su nombre”, dice, orgulloso. “En honor a él camino por este pueblo que lo cobijó como si fuese el suyo. Algunos piensan que soy sus piernas; otros, imaginan una silla de ruedas en el rincón más oscuro de mi habitación).

     Y, de pronto, me siento tan regocijado, tan prendido y arrebatado como una estufa. Y tomo la palanca; y tras poner primera me elevo; me suspendo entre el suelo y el techo,  y busco, nuevamente, el espejo, que ahora me refleja, sin embargo, sumido en las velas.

     Y doblo el timón a babor; y salgo del cuarto, lentamente; y doblo a estribor. Y veo, en la otra punta, mi destino (“alto, oscuro, a Noroeste; luminiscencias transpolares, ojos”) y avanzo. (Ah, los muebles, los cuadros, los cuartos a la vera; yo, navegante solitario, sobre baldosas calmas, por el largo Jol).

     Y en la puerta detengo la nave y enciendo la luz. Y entro; y aterrizo sin hacer ruido. (Ah, y los libros duermen, como pájaros acurrucados. Y hay pilas de recortes que aguardan su lugar en el archivo. Oh, y dentro de cajones y puertitas (los escucho, en su mundo blanquinegro, adorados), esperan postergados asuntos).

     Y tomo la máquina de escribir y escribo (“Hundiéndose en la nieve, caminaba, sin embargo, hacia el barco”), y luego, temblando, tecleando más fuerte (“donde estaba ella (Ah, y desnuda), en el camarote caliente”).

     Y me sumerjo en la biblioteca, traspasar los libros; y camino, entre grandes botellas de whisky, por la cornisa; y la encuentro, entonces (Ah, qué hermosura),  como a la vuelta de una esquina.

     Y sin que medien palabras, otra vez, nos tomemos las manos.

     Luego, seguí escribiendo”, dice Pallaoro, mientras él mismo, Schierloh, Duizeide, Axat, Venturini, Peredo, Dubín, Brizuela, Clode y Raninqueo, levantan sus vasos y brindan; “porque de eso no zafo, y, además, no debiera;  sin ese dolor, además, que me carcomía.

     Y ahí fuera está el barco”, dice, embelesado, para que la sorpresa sea aún más impactante; “que noto, no han notado todavía. (Todos los ojos se posan, a su turno, en el telescopio, y ven el barco resplandeciente, humeante, que les quemaba las pestañas).

     “Y allí está ella (quizás, como suele estarlo, en la cofa, viendo a su vez de su telescopio). Pero, también, compañeros, compañeras” (y entonces Pallaoro se toma el corazón), “están sus musos y sus musas”, les dice, de pronto, feliz de dar la noticia.

     “Pero Pallaoro”, dice Duizeide, irguiéndose de golpe y chocándose contra el techo, “vas a hacer que me muera de la alegría y la excitación”. “Y yo ya hago fuerzas, brutales”, dice Peredo, rasgando el suelo, “para que no sea un sueño”.

     (Se escuchan conversaciones nerviosas, manotazos, apretujones, tirones). “Si esto es una broma, Pallaoro, no respondo de mí”, dijo, en nombre de todos y todas, Raninqueo, y muy molesto

     “No lo es, por fortuna”, dice Pallaoro, sacándose el sombrero, y sacando de él papeles de colores. (Raninqueo se alivió: “Gracias, compañero, me ha bajado la tensión del alma, y, como ve, la de los demás”.

     “¿Y esto que es?”, preguntó Axat, señalando a los papeles de colores con simpatía. “Oh, eso”, dice Pallaoro, divertido: “sólo parafernalia. Lo importante está allá” (y ahora era él quien se pegaba al telescopio).

     (Enfundándose, decididos y decididas, una y otra vez, miraban en dirección al barco, que, en efecto, allá estaba: hamacándose en la tormenta, con las escalerillas desplegadas y sacudidas por el viento).

     “Vamos a necesitar”, dice Schierloh, “más que pericia de navegante, de nadador y equilibrista”. “¿Por qué?”, dice Clode, “Ah, sí, lo entiendo”, se contesta a sí misma: “allá, en ese mundo, no hay calma; siempre está en tormenta”.

     “¡Monstruosa, hermosa!”, festeja Dubín, “pero para verla por la ventana”, dice luego; “del otro lado, con las gotas golpeando los vidrios”.

     “Entonces (Oh, guiso, que luces humeante, embriagador), te pospongo”, dice Raninqueo; “aunque me ofrezco a cargar la olla”. “Y yo, más lo que haga falta; y las veces que tenga que ir y venir”, parecen decir todos y todas.

     “A ver, camaradas, abramos paso”, dice Schierloh, haciendo lo propio con sus manos; “primero los libros, ¿eh?”, (y se ríe). “Peregrino pedido, lo sé”, dice luego, mientras se ajusta el manto blanco, como de oso. “Oh, ¿a quién se le ocurre?”. Después avanza con una de sus piernas, improvisadamente dura, y como de palo).


     “Loable, por cierto”, dijo Lamborghini, metiéndose en el árbol, como el busto del Dante en el escritorio de Murray, conversando con el mismo Murray, que veía en Lamborghini, sin embargo, una mueca sonriente, inalterable. “Entrañable amigo”, se decían, mutuamente, a sí mismos.

     “En pasar los libros al barco (¡Qué admirables!), han tardado lo que para dar la vuelta al mundo”, decía Murray, asombrado. “Sin nosotros, empero, habrían tardado como para apreciar, de pronto, “al gan teorainn” (JA JA JA”, se reía Murray, desarremangándose la camisa).

     “Los míos, ignoro por qué, fueron en bolsas separadas”. “Supongo que, por tantos libros (con muchos menos me sucede a mí), se hace camino el desorden”. “Es frecuente”, decía Murray, “y no lo veo con malos ojos”.

     “En modo alguno, Murray. Además, para Pallaoro no debió ser tal. “En fin”, decía ahora Lamborghini, pensativo, “allí están, como animales solitarios, mis poesías completas. Y a propósito”, decía, “pareciera que yo mismo le hubiera puesto un cerrojo a semejante edición, creo que de dos o tres tomazos (¡Oh, qué barbaridad, Murray!”, decía, riéndose. “Sin embargo, he escrito mucho más que eso”.

     “Ya lo creo, compañero”, dijo Murray. “Mis libros, en cambio (muchos menos), además de solitarios, parecen desintegrarse, y ya escasear (hechos polvo) en librerías de viejo. Bastarían, creo yo”, decía ahora Murray, a tono, “humildemente, para un tomo.

     Aunque debo decir, al respecto”, continuó Murray, tras el humo del cigarrillo, y observando en las profundidades del whisky; “que he publicado, en secreto, con seudónimo.

     Y van a tener que, en este misterioso caso, cavar en el escritorio, para encontrarlo todo”, decía, como si una vez más se enorgulleciera de un plan. “Además, para colmo de diabluras, Lambor” (Murray apenas podía contener la carcajada) “no he dejado una sola prueba de mi autoría”.

     “Qué gracioso y emocionante; inequívocamente lo es, por cierto”, decía Lamborghini, como hurgando, él mismo paleando la tierra, en entrañables tumbas. “Son cuantiosos los tesoros, que hoy en día, aun yacen ocultos. Me hace lagrimear, Murray”.

     “La memoria debe ser inquebrantable”, decía Murray, ahora más serio; “aunque sea el tiempo, en rigor, lo que nos tapa”.

     “Antes nos creíamos mortales”, decía Lamborghini, “¿y ahora?”. “Lo que sea, compañero, lo que sea, mientras sigamos vivos”, dijo Murray, perturbado. (Y sacó luego del atado, un cigarrillo arrugado, que alisó con tiempo; y fumó mirando a las paredes, como si estuviera solo).


     Un silencio incomodo reinaba en la biblioteca de Pallaoro. “Pobre el vampiro”, se decía a sí mismo Peredo, “que no se refleja en los espejos. Nosotros y nosotras; ustedes, compañeros, al menos sí”, (decía, señalando a Murray y a Lamborghini con absoluto disimulo). Y no es poca cosa (diantre que no), verse reflejado”.

     (“Jaco Pastorius”, dijo, de pronto, Axat, entre asustado y contento. “La música que sonaba, es una expresión brutal; él mismo se operaba a corazón abierto. Y su cerebro (Oh, su cerebro), aún correspondía.

     Y caminaba, entonces, imaginaba yo, por las calles de Nueva York, con el bajo en la espalda; tocando en las veredas, alrededor del fuego, sin electricidad, con sus solos dedos, como quien se suma (Oh, también músico), con su máquina de escribir”.

     “El tema, CRISIS, pareció que Pallaoro lo puso a propósito”, decía Raninqueo. “Pero no fue así. Sino más bien, sino al azar, inconscientemente. Pallaoro diría luego que el disco estaba allí desde tiempos inmemoriales.

     Y claro que, como se dice, “cayó como anillo al dedo”, allí donde estábamos, como fuegos, bajo una avalancha de nieve”. “(Oh, el Paso Dyatlov”, decía ahora Raninqueo, profundamente escéptico. ¡Que no me vengan, ya no, con la hierra, que los hecho a biromazos!)”.


     Lamborghini parecía ser el más nervioso, notándoselo incluso avergonzado. Ya alguno lo había contrapuesto, equivocadamente, a Borges.

     “El afán por jerarquizar, en la literatura al menos, nos mal predispone o nos obliga a una atención desmesurada”, decía Lamborghini, casi desanimado en su asiento. “Que hay literatura mala, la hay; que hay escritores y escritoras despreciables, por supuesto. Pero hay en cada cual, sin embargo, una usina brumosa, que es el germen de nuestro trabajo. Que “al fin” sea frustrante, no debiera ser motivo de condena. Y, por otra parte (y hablo de cuando me encierro brutalmente a leer), no desdeño a nadie, y saco provecho tanto de un (x), si es que lo leo, como del Ulises, aunque con uno me invada un dejo profundo, y con el otro me sienta despegar del suelo”.

     “Sabias palabras, Leónidas”, decía Murray; “pero hay un problema en todo esto: las bibliotecas personales. Salvo que haya visto mal, y creo que no, no he visto barrabasadas o huevos podridos en ningún lugar de la biblioteca de Pallaoro. Sí, en cambio, veo tesoros para el corazón o el cerebro, útiles para el íntimo placer y para el trabajo”.

     “Y qué me dicen de las bibliotecas públicas o populares”, preguntó, irónicamente, Chávez. “Salvo excepciones, tan abyectas como los bancos de guita”, respondió Giannuzzi, quien remataba: “Hay en la mayoría de ellas no sólo una diversidad incompleta, sino también perturbadora: no están todos los libros”.

     “Entonces, dado el embrollo, y dado que descontradecirnos carece de firmeza, seamos lacónicos”, decía Lamborghini, riéndose mucho.

     “Está claro que Borges es el más grande escritor argentino, cuestión, empero, que él no se propuso ni disemina. Yo, por cierto, de habérmelo propuesto, me hubiera ahorcado; no sin llevarme puesto, lamentablemente, a unos cuantos. Salvo, claro está, al crítico”, decía ahora, ceñudo, “que con tan ponzoñosa pluma le pifiaba feo y me ponía en un canon absurdo”.

     (Afuera la reyerta enfermiza, el disparo en la noche, y de pronto agujereado. Y lo que se arrastra son máquinas evolucionadas para el crimen; creaciones para atormentar y atormentarnos; encierros en la diáspora; enseñados y enseñantes a manotear de lo que se pueda, a lo sumo un balcón o un patio; a lo mejor un jardín; o una escapatoria alucinante, poco para vivir arropados por cordones, semáforos, enrejados, muros; cumpliendo horarios, acumulando obligaciones, impuestos; poco para quienes viven sumisos y sumidos).


     “Es de una perversidad gigantesca lo que hacen los de nuestra propia especie al afligirnos”, continuaba Lamborghini; “mientras banquetean, atenazan lenguas, aplastan cabezas, perforan o atrofian sexualidades, con una intelectualidad y un gusto terroríficos.

     Y siento algo de cobardía, por ellos y ellas; por la muerte en sí; por querer la libertad, por defenderme. Y me vuelvo, claro, ridículo. Por eso (también) escribo, para desparalizarme, para salir de la inacción, como un ingeniero que plasma una nave interplanetaria para aventurarse y conocer lugares y vidas, y así ser naturalmente amigo, amante, compañero, padre o madre, desbordado de alegría y de paz.

     Todo lo opuesto es la porquería de este mundo provocado por genocidas y cómplices.

     Yo mismo (Oh, sí, obrero), me raspo para escribir mis poesías, indudablemente más necesarias que los revólveres y las urnas, que las guerras y los tronatos, aunque sufran, en comparecencia, de volatilidad y fugacidad.

     Es preferible, siempre, el ensoñamiento, que el desangrado ajeno provocado por mi balazo, que la necedad enloquecedora, que la ignorancia que engrotece”.

     “Vaya seriedad, mi amigo, pongámosle otros colores al asunto, que todo eso, que comprendo largamente y comparto, está redicho”, decía Murray. “De eso se trata, por cierto, cuando hacemos metáforas o decimos las cosas crudamente, lo que “al fin” es lo mismo.

     Al mismo tiempo, sin que sea lamentable, nos exceden muchas veces las imperfecciones, yéndose asimismo todo al carajo. Pero veámonos”, decía Murray; “aquí mismo; tenemos un sinfín de biromes para escribir con el pulso emocionado, para llevar a cabo grandes subrayados y tachaduras, fulgurantes reescrituras, y para, en el peor de los casos, responder como cuchilleros, aunque nos tiren de cabeza al manicomio”.


     “Pero qué digo”, dijo Cuello, apareciendo, de pronto, zarandeado por el viento, con una mochila a cuestas y emponchado. “Venturosos, venturosas, qué alegría”, dijo, saludando y cerrando la puerta.

     Ya sentado, luego, en una silla, y bebiéndose un trago, Cuello parecía nervioso. “He escuchado de un barco que transpira. Yo también, oh, sí”, decía, fregándose los ojos, “bajo todo esto, estoy empapado”.

     Aún tensos por la sorpresa, los demás lo miraban, en silencio, sin pestañeos.

     “Los sueños son más tiernos y jugosos”, dijo Cuello, luego; y tras pararse, así como vino se fue, pero lanzándose por la claraboya.

     Duizeide, Schierloh, Clode, Dubín, Peredo, Venturini, Brizuela, Axat, Pallaoro y Raninqueo se turnaban, y lo veían a través del telescopio, ya en el mar monstruoso, desenfundando una birome y peleando contra las olas.

     “Se parece a Nippur de Lagash”, atinó a decir Peredo, riéndose, pero sin abandonar la sorpresa. “Bien, compañeros, compañeras, así es como se ve el modo”, decía Duizeide; “vayamos, pues, “al fin”, antes que nos den un boleo en el culo”.


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