Francia, ¿sociedad multicultural?

Por: Claudio Heidanowski

Corre el 12 de julio de 1998. La gente se agolpa en el centro de París. Es la mayor movilización de la sociedad francesa desde la liberación de la capital, bajo el mando de Charles De Gaulle, en la Segunda Guerra Mundial. La foto de Zidane, Desailly y Blanc sosteniendo la copa mundial de la FIFA comienza a dar vueltas en esa incipiente sociedad digital que se desarrollaba a fines del siglo XX. En Francia comenzará un mito. El “azul-blanco-rojo” de la bandera francesa es reemplazado por un “negro-blanco-árabe”. La idea de la selección nacional de fútbol como símbolo de la multiculturalidad emerge. Con el tiempo, y con la caída en desgracia de esa generación de jugadores, esa idea entraría en crisis, incapaz de esconder la desigualdad de una sociedad con serios problemas para integrar a migrantes africanos y del oriente medio.

Es el 30 de junio de 2018. Las señales de desazón ante un fracaso anunciado de Buenos Aires se contraponen con una Paris exultante. Es el inicio de la conquista de la gloria. “Liberté! Egalité! Mbappé!” suena en Champs-Élysées. 20 años pasaron desde el “negro-blanco-árabe” que Jacques Chirac intentó aprovechar en pos de mostrarse como una centro-derecha tolerante. Como en ese momento, es probable que los problemas respecto a la integración de la sociedad francesa queden escondidos bajo el tapete, por lo menos por un rato. Las discusiones sobre los índices de criminalidad en los suburbios parisinos, como solucionar el problema del desempleo en las minorías étnicas o como limitar la influencia de la cultura islámica o africana en la vida pública francesa, probablemente vayan a esperar.

Pero la Francia de hoy no es la misma que hace 20 años. El inevitable paso del tiempo ha hecho que la sociedad francesa haya cambiado. Mbappé ni siquiera había nacido en la primera coronación francesa en una copa mundial. Marianne Le Pen se muestra “un poco” más moderada que su padre, quien luego de la Euro de 1996 había lamentado que hubieran bautizado como “equipo francés” a esa mezcla de “extranjeros”. Según el Instituto Nacional de Estadísticas (Insee) la mayoría de los inmigrantes de primera y segunda generación se identifican con frases como “en Francia me siento en mi país”, pero, sin embargo, esto choca con la resistencia de los “franceses nativos”. Para comprender, no hay que hacer más que ver la amplia ventaja que implica al momento de disputar un puesto de trabajo el tener un nombre “francés”.

Dos décadas después, el “negro-blanco-árabe” para algunos analistas fue un problema mucho más serio que como suele ser considerado. El encasillar a esos tres grandes grupos de “franceses” en lugar de integrarlos no podía hacer otra cosa que estallar. Y ese estallido se produjo en el mismo lugar en el que había nacido, el Stade de France.

Envalentonado por la idea de integración de la sociedad, el gobierno francés propuso en 2001 el partido de la “reconciliación”, entre “Le Blues” y el seleccionado de Argelia. Un partido de fútbol era la herramienta propuesta para cerrar las grietas de una larga y cruenta guerra colonial que marcó a fuego a franceses y, sobre todo, a argelinos. Con la Marsellesa silbada, con Zidane abucheado y con la invasión del campo por parte de cientos de jóvenes que apenas 3 años atrás habían celebrado el triunfo francés, pero que ahora ondeaban banderas blancas y verdes, se desató una nueva ola de xenofobia que terminó con Le Pen accediendo al balotaje en las elecciones presidenciales del año siguiente. La ilusión de la sociedad multicultural se desmoronaba.

Los sucesivos incidentes en las Banlieues, dónde jóvenes franceses, hijos de inmigrantes árabes o africanos, decidían dejar de ser ruido de fondo para mostrar la penosa situación social en la que vivían, se mezclaba para la derecha francesa con la indisciplina de los jugadores “no blancos” de la selección. Los diferentes atentados terroristas sufridos por la sociedad francesa y perpetrados por ciudadanos franceses con ascendencia inmigrante se sumaban a una situación de por sí complicada para migrantes y para sus hijos. La otredad era aprovechada por hombres como Sarkozy quién acusaba de “gentuza” a los manifestantes de los suburbios, prometiendo librarse de ellos.

Las situaciones de intolerancia y racismo no eludían a la selección de fútbol, y en 2011 se filtraban audios en los que se escuchaba a los máximos dirigentes de la Federación Francesa, incluido a Blanc devenido ahora en técnico, hablar de establecer cupos de jugadores “inmigrantes” con doble nacionalidad en las escuelas de formación infantil de jugadores.

En las semanas previas a la Copa del Mundo 2018, las redes sociales francesas estallaron. Miles de usuarios criticaban que solo 5 jugadores eran “realmente franceses”, aludiendo a los orígenes familiares o a los lugares de nacimiento de los convocados. Esto se replicaría fuera de Francia, con cierto progresismo hablando las últimas semanas del “mundial de África”, cayendo inadvertidamente en la misma opinión que Le Pen en 1996. Es que de los 15 “africanos” que integran el plantel campeón del mundo, solo dos nacieron fuera de Francia (y de ellos, por ejemplo, Umtiti, nacido en Camerún, desde los 2 años se crió en Lyon). Curiosamente, la ascendencia alemana-portuguesa de Griezmann no es señalada ni por la derecha francesa, ni por el progresismo internacional. Tampoco nada se dice de Lucas Hernández, quien solo unos meses antes de Rusia 2018 afirmaba que hablaba mejor español que francés y al que la reglamentación FIFA le impidió jugar (para su suerte) por España. Al respecto, Karen Attiah se preguntaba en el Washington Post si como descendiente de africanos debería haber estado apoyando a equipos como Panamá, Colombia o Brasil que cuentan en sus filas con “afro-latinos”.

Con la Copa del Mundo bajo el brazo, por unas cuantas semanas Francia volverá a degustar las mieles del triunfo colectivo. Los recortes al sector público, las reformas al sistema de derechos laborales, que durante décadas fue ejemplo de Europa, y una polémica propuesta hecha en conjunto con Alemania para detener la “migración secundaria”, quedarán relegadas por un momento. Solo el tiempo dirá si esta nueva oportunidad de exaltar las virtudes de la inmigración y de la tolerancia es aprovechada, o si se refuerza la idea de que solo los migrantes con habilidades prodigiosas tienen la capacidad de desarrollarse en esa sociedad francesa donde las huellas del colonialismo son difíciles de borrar.

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