Estelas del Discurso Presidencial

Por: Martín Astarita

"No aflojemos. No nos demos por vencido, ratifiquemos nuestra convicción por el cambio, no escuchemos las voces de aquellos que nos quieren desanimar, que nunca quisieron el cambio, y que ni siquiera hacen autocrítica de lo que han hecho en el pasado".

El Presidente de la Nación compareció por segunda vez ante la Asamblea Legislativa para inaugurar el período de sesiones ordinarias. El espíritu de su discurso aparece condensado en el epígrafe, rico en contenido. Primer elemento: empezó oficialmente la campaña, y el Presidente eligió una vez más, como adversario principal, al kirchnerismo. Segundo elemento: el mensaje presidencial se dirige a los suyos, a su base electoral. Disgresión: ¿los cultores del diálogo llaman a no escuchar las voces de los que no quieren el cambio? Tercer elemento: hay un reconocimiento implícito de las dificultades por las que atraviesa el oficialismo en la hora actual. ¿Cómo se explica, si no,el llamado a no aflojar y a no darse por vencido? Cuarto elemento: autocrítica cero. Ni en esta frase ni en todo el discurso hubo siquiera un reconocimiento a los "errores" cometidos en su gestión. La culpa es del otro. Quinto elemento: el cambio que se anuncia (y que aún no llegó) es inespecífico y solo tiene impreso, como lema inconfundible, la necesidad de no volver al pasado.

Al comparar la jornada de ayer con la acaecida hace exactamente un año, se percibe que la estructura narrativa del discurso gubernamental permanece, en esencia, inalterada. Se ordena ella en tres secuencias, relacionadas causalmente entre sí: un pasado negativo, responsabilidad exclusiva del gobiernos corruptos y populistas; un presente ambiguo pues, a pesar de algunos brotes verdes, no deja de estar sumido en un mar de dificultades (por culpa de aquél pasado); y un futuro promisorio, de esplendor, cargado de buenos augurios (y que por lo que promete, justifica el agrio presente).

Este dispositivo narrativo para hacer frente a la realidad (y muchas veces eludirla), tan rentable en términos políticos a lo largo de 2016, ha encontrado en el nuevo año sus primeros signos de desgaste. Nada ni nadie escapan a los efectos corrosivos del tiempo, y es sabido que en política es tan importante el contenido de una receta como la oportunidad en su aplicación. Ello puede observarse, en primer término, en el abusivo recurso de la pesada herencia, artilugio perecedero por su propia naturaleza, y que parece haber ido perdiendo parte de su eficacia en el último tiempo. Los acontecimientos del Correo así lo indican: la imagen de Macri se vio afectada, y de poco sirvió su argumento de defensa, centrado en culpar al gobierno anterior por estirar indefinidamente el cobro de la deuda. El Presidente, sin embargo, persistió ayer en confrontar con los doce años kirchneristas, ratificando además que aquello de unir a los argentinos y cerrar de una buena vez la "grieta", ha caído en el mismo saco roto por el que desfilaron un sinnúmero de promesas de campaña.

Junto con estas debilidades vinculadas con la narrativa sobre el pasado, quedaron también expuestas severas dificultades a la hora de hablar sobre el presente. Transcurridos ya quince meses de mandato presidencial, se imponía la necesidad de realizar un balance de gestión. Pero, ¿cómo enfrentar esta tarea si los principales indicadores económicos y sociales resultan negativos? En un breve aunque incompleto repaso, se advierte que en 2016 la economía cayó; la industria se desplomó; el desempleo, junto con la pobreza y la indigencia, aumentaron; la inflación casi se duplicó; el salario real disminuyó; el déficit fiscal se mantuvo prácticamente en los mismos niveles de 2015 (contando incluso los ingresos extraordinarios derivados del blanqueo); y el endeudamiento externo (y en dólares), creció significativamente, junto con un sostenido proceso de fuga de capitales.

En este estado de situación, no habrá sido sencillo el trabajo de los asesores presidenciales encargados de encontrar datos positivos sobre la marcha del gobierno. Así, por ejemplo, aparecieron dispersas en el discurso algunas cifras referidas al bienestar que atraviesa el campo, el crecimiento en la exportación de arándanos, los dólares del blanqueo (que aún no derramaron en inversiones productivas), o la supuesta merma en la inflación de los últimos meses. Escasos, parciales y descontextualizados números, con la pretensión de embellecer un sombrío presente, y hacer más soportable la espera del tan ansiado paraíso.

Ante ello, la palabra presidencial buscó refugio, una vez más, en el porvenir: en medio del conflicto docente, declaró una nueva e inespecífica revolución, ahora en la educación; el desempleo generado durante su gestión fue barrido bajo la alfombra, para destacar en cambio que, en adelante, se crearán numerosos y buenos empleos; lejos, como un faro que en lugar de iluminar encandila, prometió miles de kilómetros, cuando lo que hubo hasta el momento fue una estrepitosa caída en la inversión en obra pública. El problema no es solo que el segundo semestre parece un sueño eterno que no se concreta. Tal vez más grave aún es que lo que el macrismo entiende como un futuro promisorio no parece despertar grandes efusiones en la sociedad: ¿acaso el convenio colectivo de Vaca Muerta, ensalzado ayer nuevamente, puede entusiasmar a alguien más que al sector empresarial deseoso de precarizar y flexibilizar el empleo?

Este ejemplo particular puede ser replicado a nivel macro. La lucha contra la inflación constituye una de las grandes apuestas gubernamentales. Prescindiendo de lo difícil que será en este 2017 cumplir con la meta del 17% fijada por el Banco Central, ¿en qué medida premiará el electorado una baja que logre ubicar el índice inflacionario en niveles similares a los registrados en 2015? Y por otra parte, ¿será el indicador principal que tendrá en cuenta la sociedad a la hora de emitir su voto, o dará prioridad al modo en que evolucione su capacidad adquisitiva? Algo similar puede plantearse respecto de la marcha de la economía: aún tomando como válido el pronóstico de expansión del PBI cercano al 3%, motorizado principalmente por el campo y las finanzas: ¿alcanzará ello para que Cambiemos sea recompensado en las urnas, aunque el crecimiento resida en sectores que no son grandes generadores de empleo? Son preguntas en abstracto, se entiende, porque múltiples factores, entre ellos el nivel de dispersión de la oposición, intervendrán en su resolución.

Aunque resulta útil analizar por separado las falencias de cada una de estas secuencias en las que se ordena el discurso macrista, existe un problema de fondo y común en ellas: el gobierno depende cada vez más de lo que tantas veces renegó: el Relato. Depende de él para conjurar un pasado al que no hay que volver, para justificar las penurias actuales, y para engañar el estómago mientras se demora la llegada del "segundo semestre". En definitiva, necesita de un Relato allí donde la realidad le es esquiva. Huelga decirlo: hasta la más avezada narrativa política muere de inanición si no es alimentada con hechos y resultados.


* Martín Astarita es editor del sitio http://artepolitica.com/

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