El judicial que sí nos gusta

Todavía no habíamos salido de la crisis del 2001, estaban frescas las imágenes y la bronca, era septiembre del 2002 y Pablo Trapero se hacía famoso con el estreno de la película El Bonaerense, en la que “Zapa” -el protagonista- es un cerrajero un poco zonzo de un pueblo chiquito de la Provincia de Buenos Aires entrometido en un robo sin darse cuenta. Un tío retirado de la fuerzas de seguridad lo libera y lo envía a un centro de formación hasta que “Zapa” se convierte en un agente de la Policía Bonaerense y termina trabajando en una comisaría cualquiera del conurbano, donde la corrupción o el gatillo fácil forman parte de lo cotidiano. Sin ser comedia ni drama, el film se convirtió en un retrato verosímil de cómo funcionan (aún) la mayoría de las instituciones del poder policial.

Veinte años después, sumergidos en los problemas graves e inmanejables que suscita la pandemia, los medios asociados a la difusión permanente de la grieta intentan captar la atención de los lectores con historias de “lawfare” y espionajes dentro del poder judicial de tan baja calidad que a esta altura, más que noticias, parecen bromas de mal gusto.

En este escenario aparece El judicial, la primera novela de Agustín de Luca. A mitad de camino entre el thriller y la sátira, nos introduce en el funcionamiento lento y demasiado burocrático de la justicia. Y como dice Sebastián Robles en la contratapa “construye una trama sólida, casi cinematográfica, que arroja luz sobre un mundo -curiosamente- poco transitado por la literatura argentina: los tribunales y sus vinculaciones con el poder, la policía y la marginalidad”.



Gastón es un típico inmaduro treintañero, todavía estudiante de derecho y empleado de poca monta en un juzgado de la capital. Saca fotocopias, recibe papeles de terceros y revisa expedientes. Convive con su novia Vanina, una secretaria que -aunque no se note- gana más que él y trabaja con un fiscal. Aburrido de la monotonía y cansado de los maltratos laborales, intenta divertirse jugando a ser otro, saliendo cada tanto con chicas de veintipico que conoce en la facultad, como Marina.

Mientras se encuentra con ella en un bar e intenta convencerla de ser un hombre casi tan importante como un juez en la resolución de una causa reciente que escaló hasta hacerse mediática -por tener implicado al hijo de un comisario y secuestrada a la hija de un empresario representante de jugadores de fútbol- Vanina empieza a darse cuenta que su vida tampoco tiene mucho sentido. Ya  no ve a sus amigas y no tiene proyectos salvo trabajar y cuidar un gato. Vive como una ama de casa sumisa que soporta, incluso, que los amigos de su novio le miren el culo.

Anselmo es un policía agotado de hacer trabajos injustos para cubrir los enchastres de otros. Sus compañeros desconfían de él y tiene que jugarse para recuperar la confianza. Se enamora de Inés, una prostituta que para poder mantenerse a salvo, ofrece sus servicios a los policías de la comisaría donde él trabaja. Esta vez se ve obligado a “levantar a cualquier villero por la treinta y uno (…) que esté bien quemado” para llevarlo al juzgado donde trabaja Gastón, dejarlo ahí y sacar información sobre quiénes son los que tienen a cargo la causa  que mantiene detenido al hijo de su jefe, de cualquier manera.

Antes de irse del bar, Gastón cree haber reconocido a alguien que vió ese mismo día en el juzgado. En el momento que Gastón decide alcanzar a Marina hasta algún lugar con el auto y aprovechar para acercársele más, Marina lo rechaza y de atrás los sorprende Anselmo con un arma. Con la excusa de detenerlo por un intento de abuso que no fue tal, lo obliga a conducir hasta su casa, en la que Vanina lo espera de muy mal humor, harta de sus mentiras, con la cena en el horno.

A partir de ahí la historia se pone todavía más tensa y grotesca. Y lo que en realidad se resuelve en menos de medio día parece estirarse mucho más en un sin fin de detalles que, con mucho talento, no hacen perder nunca el suspenso. Gastón, Vanina, Marina e Iván (el “villerito” que apenas estaba fumado en un banco de una plaza cuando Anselmo lo detuvo y lo tuvo que empastillar) pasarán horas interminables, encerrados en uno u otro lugar del departamento, yendo de un dormitorio al baño sin poder escapar, sacando lo peor y lo mejor de cada uno. En tanto, en el living, Anselmo y Bigote -un policía peligroso con alma de delincuente- discuten cómo seguir.

Por supuesto que el final no será del todo feliz ni previsible. Pero lo importante también es que de no ser por el malísimo plan de Anselmo y Bigote, la causa estaría todavía en la mesa de algún escritorio o archivada, yendo y viniendo, sin ninguna pista ni nada más que lo que contó “una mujer de setenta y dos años de edad, que manifestó haber observado todo el operativo desde la terraza de su casa, haber reconocido al padre de la nena secuestrada por haberlo visto en televisión y medio hora después haber observado a un joven levantar una bolsa depositada debajo del banco de una plaza y subirse a un automotor, aportando vistas fotográficas (un tanto borrosas) obtenidas con su teléfono celular. Afirmó también haberse extrañado al observar que los hechos relatados habían acontecido frente al personal policial que había acompañado al padre de la víctima”. Y que “a partir del análisis de aquellos elementos” se pudo identificar un vehículo registrado a nombre de Martín Etchegaray, el hijo del comisario.

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