El escritor y sus fantasmas

OPINIÓN. ¿Es el hábito de lectura un reemplazo de la experiencia vivencial o más bien se trata de la necesidad de pensar experiencias e ideas ajenas para luego también repensar las propias?

Peter Orner es un profesor y escritor estadounidense que pasa gran parte de su vida solo en un garaje rodeado de libros apilados. Sabe que el tiempo que le queda no le va a permitir leer tantos como quisiera. Le resulta lógico equiparar esas lecturas faltantes a experiencias que no tendrá o podrá conocer de cerca, lo cual resulta mitad verdad, mitad ingenuo, ¿es el hábito de lectura un reemplazo de la experiencia vivencial o más bien se trata de la necesidad de pensar experiencias e ideas ajenas para luego también repensar las propias?



En ¿Hay alguien ahí? (Chai Editora, 2020), el autor aclara desde un principio que es un libro de apuntes sobre lecturas que se fueron transformando en algo distinto ¿y qué es ese algo distinto? Quizás una pista esté en el párrafo de Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal que el autor escogió a modo de introducción, pese a declarar que le incomodan este tipo de artilugios porque de alguna forma buscan influenciar la manera en que un libro es leído:

“Soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella por el pico y la chupo como un caramelo”… Y en verdad es así, porque este párrafo nos hace caer en la trampa actual de dar por sentado que el trabajo de comentar lecturas es, en esencia, mimetizarse y simpatizar con lo que se lee. De hecho, Orner advierte en el capítulo “Imperdonable” que tiró por la ventanilla del auto El sentido de un final, de Julian Barnes, por juzgar deshonesto a uno de sus personajes y en definitiva se excusa de no poder argumentar más allá del “no me gusta”.

¿Hay alguien ahí? no se trataría entonces de una lectura crítica de varios autores clásicos como Anton Chejov, Juan Rulfo, Robert Walser, John Cheever, Herman Melville, Yasunari Kawabata, Franz Kafka u otros no tan populares, sino más bien de una suerte de confesiones, por momentos culposas, enlazadas a una serie de comentarios de varias obras literarias con las que Orner empatiza: “Sinceramente, me gustaría que esta conversación no fuera tan parecida a las que ocurren en mi propia casa”, refiriéndose a un diálogo de Largo desolato de Václav Havel.

 

"Estamos hechos de los recuerdos que no supimos entender", escribe Orner al final de “Cheever en Albania”, sin poder recordar al autor francés de la cita. Y es que el motor de sus confidencias parecen ser los fantasmas desarrollados a partir de dos hechos puntuales y dolorosos de su historia personal: la muerte de un padre muy temperamental al que eludía y con el que le resultaba difícil relacionarse, y la locura creciente e inexplicable de su exesposa, de la que decidió separarse luego de muchos años de convivencia. Orner retoma en varias ocasiones ambos sucesos, como si le fuera imposible adentrarse en ellos de una sola vez y solo pudiera contar retazos, ocultándolos un poco y relacionándolos con otras historias que lo motivan. “Me gusta coleccionar literatura que exhibe las innumerables formas en que una familia no logra comunicarse”, admite, refiriéndose al cuento “Mi hijo el asesino”, de Bernard Malamud, pero también de manera tangencial a la relación con Roland A. Orner, su padre.

 

Lo mismo podría decirse de la frase que escogió de un cuento breve de Heinrich Böll para describir las sensaciones que le produjo visitar a M. -su exesposa  internada en un hospital: “Teníamos ese humor sombrío y miserable que uno tiene cuando ya se ha despedido, pero aún no puede partir porque el tren aún no dejo la estación”.

Orner desarrolla a lo largo de ¿Hay alguien ahí? una relación incómoda y contradictoria con el realismo, su realismo, y ensalza en más de una oportunidad la literatura que no se reconoce dentro de ese género, pero que ayuda a enriquecer nuestra comprensión de la realidadEn otro capítulo, admite formar parte de los escritores que se vuelcan a escribir sobre sí mismos e incluso le parece una idiotez haberle insistido a sus alumnos en que es fundamental preguntarse por qué uno querría contar su vida: “En algún momento las historias necesitan ver la luz del día” o “Nunca creí que escribir fuera catártico. Es trabajo. Adoro hacerlo, pero es trabajo. Sin embargo, sí creo que de vez en cuando necesitamos desahogarnos”.

¿Qué hace que un escritor no pueda escapar a los mandatos de una época en la que resulta fácil caer en la tentación de hablar de uno mismo o abandonar la lectura de un libro que nos desagrada sin poder decir nada significativo? En todo caso, Orner no parece querer tener respuestas definitivas ni pretende caer en afirmaciones simplistas, pero sí es capaz de reconocer que son preguntas relevantes y destaca, a su juicio, que lo importante de las obras literarias es poder entablar con ellas una persistente conversación a través del tiempo, ponerlas en diálogo con distintos estados de ánimo a lo largo de nuestra vida.


Sobre la autora: Ana Paolini es estudiante de Crítica de Artes en la UNA. Estudió Sociología y es columnista en diversas revistas digitales.

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