El empate político español

Por: Javier Cachés

El 23 de febrero de 1981, un grupo de militares comandados por el teniente coronel Antonio Tejero tomó por asalto el Congreso de los Diputados. Los sublevados querían cambiar la orientación que la transición española había adoptado bajo la presidencia de Adolfo Suárez. En plena madrugada, el rey Juan Carlos emitió un mensaje televisivo que terminó siendo clave para desactivar el golpe de estado y preservar la Constitución de 1978. El monarca interpretó entonces lo que hoy resulta evidente: tras casi 40 años de franquismo, su país no estaba preparado para una reversión autoritaria.

Salvaguardando la estabilidad democrática, con sus palabras el rey salvó también a la propia institución monárquica. El episodio representó una paradoja. Con una acción política, la Corona se dotó de legitimidad en el nuevo régimen, pero a costa de pasar a ser políticamente prescindente a partir de ese momento.

El sentido de oportunidad histórica que tuvo Juan Carlos en aquella coyuntura crítica no parece haber estado presente en la aparición pública que la semana pasada hizo su sucesor en torno a la cuestión catalana. Lejos de ser el “símbolo de unidad” que le asigna la Constitución, Felipe VI fungió como un actor parcial, políticamente interesado, funcional a los intereses del presidente del Gobierno Mariano Rajoy. Olvidó, así, que reina pero no gobierna. No tendió puentes ni favoreció el diálogo entre las partes. Hizo lo que no debía hacer: echar más leña al fuego.

El mensaje de Felipe es revelador de algo más trascendente. La clase dirigente española no puede salir de la dinámica no cooperativa sobre la que se desarrolla el proceso soberanista de Cataluña desde su inauguración en 2012. El conflicto sigue, en efecto, la lógica de los juegos de “suma cero”: la ganancia de uno de los actores siempre se concibe a expensas de la pérdida de la otra parte. Mientras la Generalitat hace de la secesión una bandera incuestionable, Madrid entroniza la unidad -el unitarismo- de España como un elemento constitutivo de su andamiaje institucional. Entre la independencia y la integridad nacional, el abismo. Una negociación imposible.

España asiste a una situación de empate hegemónico: ninguna de las partes tiene la fuerza suficiente para imponerle al conjunto su solución ideal pero cuenta con los recursos materiales y simbólicos necesarios para bloquear la alternativa preferida por su rival. Cataluña no puede declarar la ruptura unilateral sin algún tipo de consentimiento del gobierno central; España no puede impedir el proceso de autodeterminación -tal como quedó demostrado el 1-O- por una vía estrictamente institucional y no violenta.

¿Son Mariano Rajoy y Carles Puigdemont los actores indicados para resolver la controversia? Dada la actual correlación de fuerzas, todo indica que no. El presidente español conduce un gobierno de minoría; antes que por el capital político propio, está en La Moncloa por la falta de coordinación de una oposición fragmentada tras la doble convocatoria a las urnas en 2015-2016. El presidente de la Generalitat lidera una mayoría parlamentaria heteróclita, que reúne a nacionalistas de derecha y extrema izquierda, pero no dispone de una mayoría social. A fuerza de activismo y movilización, el independentismo domina las calles, pero no es evidente que represente a la mayoría de los catalanes. Es, si se quiere, una minoría (o una mitad) intensa.

Este empate político, que vuelve impotente a las partes, encubre un fenómeno más profundo: el orden político surgido del pacto de la Moncloa está en proceso de descomposición. Su agotamiento comenzó con las elecciones europeas de 2014, dando inicio a una progresiva atomización de las fuerzas partidarias. El conflicto independentista de Cataluña no ha hecho más que confirmarlo, desnudando la necesidad de redefinir un nuevo ordenamiento territorial entre las unidades subnacionales y el gobierno central.

España está, como si dijéramos, atrapada entre dos tiempos: el viejo régimen político no termina de morir, y el nuevo no termina de nacer. Esta segunda transición del post franquismo requiere de más votos y menos botas; de más acuerdos y menos épica; de más política y menos demostraciones de fuerza. No hay margen para soluciones maximalistas. Para superar el empate político, tanto Madrid como Cataluña deberán resignar parte de sus pretensiones. Al fin y al cabo, la democracia habita en los híbridos.

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