Brutalidad policial: una dinámica que se replica a lo largo y ancho del mundo

En el último tiempo han llamado la atención diversos casos de brutalidad policial en el mundo. Sin embargo, pese a que los sucesivos incidentes en Colombia o la muerte de George Floyd en manos de un policía colaboran al dejar al descubierto el uso excesivo de la fuerza, este fenómeno lejos está de ser nuevo o asilado.

En el último tiempo han llamado la atención diversos casos de brutalidad policial en el mundo. Sin embargo, pese a que los sucesivos incidentes en Colombia o la muerte de George Floyd en manos de un policía colaboran al dejar al descubierto el uso excesivo de la fuerza, este fenómeno lejos está de ser nuevo o asilado.  La brutalidad policial, explica Amnistía Internacional, se puede manifestar a través de represión indiscriminada, golpes, insultos racistas, tortura, e incluso homicidio; y atenta directamente contra el derecho a no sufrir discriminación, a la libertad y la seguridad, a la igualdad de protección ante la ley, y a la vida. Controlar esta problemática es un desafío de muchas democracias donde, ante las protestas o las manifestaciones, la policía recurre a la fuerza infundadamente.

Vienen a la mente ejemplos como el de Estados Unidos, Chechenia, Francia, Nigeria, Kenia, o tantos otros. La represión es justificada en la contención de la inseguridad y el caos: reprimen por protestas, reclamos de reformas, incumplimiento de restricciones pandémicas o cualquier indicio de desorden social. En América Latina este tipo de respuesta parece ser una constante; actualmente puede verse en Brasil, México y Colombia cómo las fuerzas del orden –aquellas encargadas de proteger la vida— infligen las normas internacionales en esta materia. Varios son los detonantes de esta dinámica: discriminación, encubrimiento, impunidad, fallas legislativas, las múltiples funciones policiales y la militarización. Por ejemplo, en muchos casos la policía debe realizar labores para las que no se encuentra capacitada, en muchas de las cuales se involucran crisis de salud mental o disputas domésticas. Otra particularidad es que en diversos países los reclutas pasan poco tiempo relativamente en las academias de formación, y a su vez lo utilizan para aprender a detectar amenazas más que a proporcionar ayuda.

Del mismo modo, juega un papel muy importante la militarización de las fuerzas policiales tanto con equipo militar (armaduras, rifles, tanques) como con doctrinas que no dejan de responder a los intereses estatales. Esto es así dado que, en determinadas ocasiones, lo que se busca es una reacción militarizada; es decir, si no se pueden aplacar los disturbios y solucionarlos, se llevan al extremo para tomar sus riendas. De esta manera, cuando se ve a un gobierno intentando apaciguar algún levantamiento con asistencia militar, puede estar reflejando un mero asunto de control. Si bien la militarización no es una condición ligada directamente a la brutalidad policial, dotar a las fuerzas policiales con equipamiento militarizado acompañado de los detonantes descritos, no es una buena combinación.

La reglamentación internacional para solventar esta problemática existe. El instrumento encargado de regular el uso de la fuerza en manos de la policía son Los principios Básicos de la ONU sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley. Sucede que, como parte del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, es obligación de los Estados cumplirlo; pero a menudo las leyes nacionales terminan por sobreponerse. En varios Estados esto se refleja en los homicidios causados bajo la utilización de armas letales por parte de la policía, sin ningún tipo de reglamentación o restricción.

Se suma a los hechos la discriminación con la que operan las fuerzas policiales. Un ejemplo muy claro de discriminación de tipo racial es el estadounidense, donde el caso de George Floyd evidenció otra cara de la brutalidad policial: ya no son las protestas, ahora es el color de piel. Según el sitio Mapping Police Violence, durante el 2019 en Estados Unidos, el 24% de las víctimas fatales en manos policiales fueron negras, cuando sólo el 13% de su población lo es. La consecuencia inevitable es que la sociedad pierde la confianza en la aplicación de la ley al considerarla racista y arbitraria. No deja de ser cierto: todo lo que la policía considera “peligroso” o que atenta contra la seguridad nacional abre las puertas al uso de la violencia. La dificultad que subyace es la impunidad con la que se faculta a las fuerzas de seguridad. Aquellos agentes que cometen abusos de poder no suelen ser llevados ante la justicia a rendir cuentas; existen excepciones, pero no son la norma. El pacto de silencio que se genera hace que no sean responsabilizados –ni incluso despedidos—, y el sistema judicial termina por proteger esa dinámica de “inmunidad calificada” al marginalizar las denuncias.

El camino por recorrer es largo y el tema debe ser considerado una prioridad. Es fundamental que se corte la impunidad haciendo que los responsables rindan las cuentas correspondientes dentro de un sistema transparente e independiente. No basta con las sucesivas denuncias realizadas por los organismos de Derechos Humanos. La responsabilidad de cuidar a los ciudadanos es de los Estados, que deben brindar soluciones sobre el manejo de sus fuerzas. La supervisión debe ser más exhaustiva y debe participar de ella la sociedad civil. Debe erradicarse la problemática desde su base: la capacitación policial debe ser la adecuada y sus tareas deben ser aquellas para las que tienen facultades. Por último, pero principal, el objetivo debe ser reemplazado: no más atemorizar para lograr el control, sino encontrar el foco y resolver.


Sobre la autora: Miembro del Grupo de Jóvenes Investigadores del Instituto de Relaciones Internacionales (IRI) de la Universidad Nacional de La Plata.

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