Ante todo, ¿respeto?

Por: Federico Aranda

El debate por la legalización del aborto en nuestro país traspasó los límites del Congreso de la Nación y de aquellos grupos que desde hace décadas impulsaban su tratamiento parlamentario para extenderse al conjunto de la sociedad argentina.

Como en toda discusión que ocupa de lleno el espacio público, los medios de comunicación, las redes sociales, y que a su vez ofrece a la sociedad una disyuntiva de tipo a favor/en contra, el lugar para los indiferentes se redujo a un pequeño margen.

Podemos imaginar que incluso en los casos de los individuos que se sintieron cómodos en el silencio y no expresaron de ninguna forma su parecer sobre el tema la pregunta sobre si el aborto legal es deseable o indeseable, si es bueno o malo, si es justo o injusto, en algún momento de todos estos meses debe haber golpeado la puerta de sus conciencias. E inevitablemente en el instante en que esta se entreabre para ver quién llama, el sentimiento de empatía o rechazo frente a la cuestión surge casi naturalmente.

Pero el fenómeno que motiva esta nota no tiene como protagonistas a quienes se volcaron por algunas de las dos opciones y dedicaron aunque sea unas palabras a manifestar su opinión por el sí o por el no, sino a aquel grupo de personas que suele aparecer con frecuencia en este tipo de momentos. Es el grupo de los “ante todo, respeto”.

La teoría política ha dedicado infinidad de páginas al estudio de las formas en que se construyen las identidades políticas en nuestras sociedades. Existen diversas perspectivas desde las cuales analizar las dinámicas de lucha por el poder. Diferentes maneras de entender cómo los grupos humanos actúan en el marco de un conflicto político. Sin embargo, poco se ha dicho sobre el grupo de los “ante todo, respeto”.

El nivel de desatención que hemos tenido para con este grupo de personas que aparecen a poner paños fríos en afiebradas discusiones, solo es comparable a la indignación que causan en aquellos que se encuentran dando el debate enconadamente.

En parte este descuido que hemos tenido es entendible: en el marco de la lucha discursiva el foco principal de disputa se coloca sobre nuestro adversario político.

Por ejemplo, quienes durante los últimos meses defendimos la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo dedicamos nuestro tiempo a intentar rebatir o exponer lo que consideramos erróneo de los argumentos brindados por quienes se oponían a la ampliación de derechos.

En un contexto donde se comparó la legalización del aborto con el Holocausto o se habló de la habilitación inminente del tráfico de cerebros de feto, el grupo de los “ante todo, respeto” no fue apuntado por nosotros.

Por los mismos motivos que en un escenario bélico quienes luchan ponen la mira en el bando contrario y no en los bienintencionados representantes de la Cruz Roja, los “ante todo, respeto” suelen salir lo suficientemente indemnes de cada conflicto como para hacerse nuevamente presentes en el próximo debate que encienda a la opinión pública.

Como característica casi definitoria, el grupo de los “ante todo, respeto” no se siente fuertemente conmovido por ninguna de las dos posturas que se hallan en contradicción. Se esté debatiendo el acuerdo con el FMI, el aborto, la pena de muerte o cualquier otro tema, siempre encontramos un grupo de personas que en vez de tomar partido por alguna parcialidad sienten la inmanejable necesidad de pedir que nos respetemos.

Si en uno de los aniversarios de nuestra independencia, el presidente Macri reflexionaba sobre la angustia que nuestros patriotas debían sentir al tomar la decisión de separarnos de España, podemos imaginarnos que ya en aquel entonces debe haber existido un conjunto de damas y caballeros que frente al Congreso de Tucumán demandara a realistas e independentistas que más allá de los desacuerdos transitorios primara el respeto. O en el convulsionado 55, mientras peronistas y antiperonistas se enfrentaban por el control del Estado y las bombas caían en Plaza de Mayo, suponemos la presencia de los “ante todo, respeto” clamando por que cada facción tolerara las ideas del otro.

Excede nuestro conocimiento el entender las posibles causas psicológicas que se encuentran en la génesis de este grupo de respetuosas personas. Quizás todos tuvieron infancias difíciles, y en el inconsciente de cada uno de ellos perdura el registro de haber presenciado discusiones familiares, lo que los lleva en su vida adulta a sentir aversión a verse inmersos en un contexto de fuertes desacuerdos. No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que en la escala de valores de estos individuos la tolerancia ocupa un lugar de privilegio.

Y en esto radica el problema de los “ante todo, respeto”.  Es por lo menos problematizable el ahínco en preservar el valor de la tolerancia ante todo. Especialmente si los valores que quedan rezagados por ese “ante todo” son la libertad, la igualdad o incluso la vida.

Tal vez esto es lo que el grupo de los defensores del respeto no han logrado, o no han querido, observar.

La tolerancia en sí misma no encierra un valor moralmente deseable en todos los casos. El respeto no es algo intrínsecamente bueno.

A nadie se le ocurriría, por ejemplo, argumentar que durante el régimen nazi los ciudadanos judíos debían respetar las ideas del nazismo aunque no estuvieran de acuerdo con ellas.

La tolerancia se convierte en moralmente deseable cuando puede definirse como buena. Y puede definirse como buena cuando resguarda o abre paso a valores que la sociedad busca preservar o impulsar porque considera positivos.

Se estima que en Argentina se practican 450 mil abortos por año, o sea, 1233 abortos por día. La prohibición condena a la clandestinidad a estas miles de mujeres que a la hora de decidir la interrupción de sus embarazos, y pese a que pareciera difícil de entender por quienes se oponen a la legalización, no consultan el Código Penal.

Desde que el Senado rechazó el proyecto que había logrado media sanción, sin proponer absolutamente ninguna alternativa, se practicaron más de 10 mil abortos en nuestro país. En este lapso, solo en provincia de Buenos Aires, ya trascendieron dos muertes por esta causa: una mujer de 34 años madre de un nene de 2 años falleció en Pachecho y una mujer de alrededor de 30 años madre de cuatro hijos en Pilar. Dos casos que exponen que, pese a que el aborto no distingue clases sociales, las mujeres que mueren suelen ser las humildes.

La crudeza de esta realidad y la impotencia que generan estas muertes nos hace repensar el mérito de tolerar ideas cuyos efectos directos resultan contrarios a la libertad, la salud, la dignidad y la vida de terceros.

Aunque decirlo aparente ser políticamente incorrecto, no todos los argumentos merecen ser tolerados. Aquellas ideas que justifican las desigualdades, que consagran la injusticia y que son funcionales al mantenimiento de un status quo que vulnera los derechos de miles de personas, no son dignas de nuestra consideración y estima.

Entonces, resulta imprescindible que el grupo de los “ante todo, respeto” entienda la necesidad de comprender qué cosas nos estamos jugando en ese “todo” al quieren anteponer el respeto.

En esa comprensión radica el verdadero compromiso con una sociedad más madura y menos hipócrita.

Diarios Argentinos