A la sombra de un león

OPINIÓN: En el Día del Escritor, Nicolás Scheines reivindica el rol del corrector de textos: "El universo es del escritor, pero el corrector está detrás, cerciorándose de que, cuando la luz se vuelque sobre aquel, la sombra que proyecte sea exactamente la que él concibió y no otra".

[La ortografía] fue mi calvario a todo lo largo de 

mis estudios y sigue asustando a los correctores de mis originales.

Los más benévolos se consuelan con creer

que son torpezas de mecanógrafo.

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla

Sudamericana, 2002, Buenos Aires, p. 190.


En el Día del Escritor, mientras en otros medios van a leer églogas a las obras de los grandes, rescates de autores olvidados y anécdotas al por mayor sobre dónde se escribió tal libro o qué café frecuentaba cierto grupo de escritores, aquí me propongo celebrar la sombra de los escritores: los correctores.

Antes, es necesario hacer una salvedad, en tiempos de lenguaje revuelto: uso el masculino genérico, pero en esta ocasión es más injusto que nunca, si cabe, ya que la mayoría de los correctores de estilo de Argentina son, en realidad, correctoras, y el “Día del Escritor”, leído desde hoy, resalta aún más un canon de escritores conformado por hombres que tenían más tiempo para escribir y mayores oportunidades para publicar. Dicho esto, hablaré de “escritor” y “corrector”, pero pensando todo el tiempo también en “escritora” y “correctora”.

Los escritores crean universos valiéndose de la lengua, jugando con ella. Los correctores van detrás, corroborando que esos universos estén bien nivelados, que sean coherentes entre sí, que los lectores sean capaces de descubrir esos universos en las palabras que el escritor volcó a un papel o a una pantalla. El universo es del escritor, pero el corrector está detrás, cerciorándose de que, cuando la luz se vuelque sobre aquel, la sombra que proyecte sea exactamente la que él concibió y no otra.

En estos momentos, debido a una mudanza prolongada y a un mueble-biblioteca que no llega por la cuarentena, casi todos los libros de mi casa están en cajas de manzanas, bananas y otros alimentos mucho menos nutritivos, como Pitusas —imposible no nombrar la marca— y pepas. No me hace falta abrirlas para saber que en casi ninguno de esos libros figura el nombre del corrector en los créditos. Porque, claro, es una sombra, no se muestra en el proceso de creación de un libro, a diferencia de otros partícipes necesarios, como el maquetador, el diseñador de cubierta, el fotógrafo del autor, el ilustrador, el imprentero y, en ocasiones, ¡hasta el comercializador! Cuanto menos se vea de él, mejor, porque es el único que toca el precioso texto de aquel escritor canonizado que firma ejemplares por millones, es el único que se anima a cambiarle una coma y a cuestionar la repetición de cierto término o el uso de una cursiva aparentemente innecesaria.

Si pudiese acceder a alguno de los libros de mi biblioteca embalada, revisaría Los autores no escriben libros (Ampersand, 2019), de José Luis de Diego, para buscar todos los casos que el investigador recopila de editores ficcionalizados por autores: los editores también se meten con los textos de los escritores, pero de un modo mucho más general que los correctores; por eso sus nombres figuran, por eso pueden aparecer en las novelas, más allá de que Enrique Vila Matas haya enunciado lo contrario (es a él a quien de Diego le responde). De toda mi biblioteca cajoneada, tengo el recuerdo de un único corrector ficcionalizado: en “Corrección”, cuento incluido en La casa pierde, del mexicano Juan Villoro (Alfaguara, 1998), un escritor en desgracia devenido corrector retoca textos mediocres hasta convertirlos en obras maestras, que hacen que sus mediocres autores gocen de las mieles del éxito, sin importarles demasiado que sus textos hayan cambiado sustancialmente. ¿Y el corrector? No figura, se mantiene oculto. En la sombra, su lugar.

En tiempos de cuarentena no solo mis libros están guardados por esta fortuita mudanza: los editores tienen cajas de libros que no distribuyeron, las imprentas tienen pedidos en cola que no llegaron a ejecutar y las librerías están abiertas, pero sin gente en las calles que pueda entrar para perderse en ellas. La industria del libro, virtualmente paralizada en sus últimos eslabones, está más prolífica que nunca entre sus primeros: todo escritor que se precie de tal —o que aspire a serlo— desempolvó su viejo proyecto y se propuso terminarlo, o, por el contrario, inició una carrera sin tregua para escribir “la novela de la pandemia” o “el ensayo que predice y describe el nuevo orden mundial que se viene”. Y mientras sus dedos se deslizan entre las teclas como gacelas y golpean la barra espaciadora con fuerza, los correctores están detrás, se relamen, saben que serán los primeros lectores de estos textos concebidos en un mundo nuevo. Porque es bien sabido que —reformulando un controvertido refrán— detrás de todo gran escritor hay un gran corrector. Algún día saldrá de las sombras y mostrará los furcios, las erratas, los sinsentidos y las oraciones truncas de esas figuras que nuestra sociedad sacraliza con el nombre de “escritor”. Por ahora, van estas discretas líneas para ellos, correctores, en este Día del Escritor, que es también su día.


Sobre el autor: Nicolás Scheines es secretario de la asociación de correctores de Argentina PLECA.

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